lunes, 15 de septiembre de 2014

NI GITANA NI DE JEREZ






En estos días de grandes defunciones y enormes herederos (léase Botín o Álvarez) y de otros no menos grandes sucesores, estos con la particularidad de que el muerto está bien vivo (léase Pujol) reflexiono en que no solo hay herencias  económicas, genéticas  o culturales.También hay preferencias socio-culturales, extrañas elecciones de geografía exterior e interior y por sorprendente que pueda parecer, elecciones genéticas. 

En mi adolescencia tuve rachas en que quise ser gitana, llevar en la masa de la sangre el compás y el festoleo, cantar con un pellizco en la garganta y bailar como una diosa del arrebato más flamenco, así como mi hijo tuvo un tiempo en que quiso ser afroamericano para poder llevar con naturalidad gruesas cadenas de oro sobre camiseta de baloncesto. Por fortuna a ambos se nos pasó esa fiebre con los años. 

Ahora, sin renegar de todo lo que me marca el ser del sur y que me encanta, hay veces en que me inclino por el modelo escandinavo, saben, educación y tolerancia, ya que por supuesto el rubio no es mi fuerte.

El sábado fui a la bienal  a celebrar conmigo misma de este lado del escenario la gran fiesta del cante gitano de Jerez más puro, a escuchar con reverencia a Agujetas, Fernando de la Morena, tía Juana la del Pipa, mi Capullo, y la giganta Macanita, entre otros. 
La crème de la crème de los VORS ( Very Old Rare Sherry), los Gran Reserva más olorosos de entre los mejores vinos jerezanos.

De aquel lado del escenario poco puedo reprochar: una iba entregaita, pero del mío, ay, aquí vienen los líos. Nada que objetar a los oles y los piropos lanzados a los cantaores por parte del enfervorecido público, faltaría más, pero mucho que objetar  a otros desmelenes.
  
La parejita de mi derecha no paró de dar la murga con los móviles, sobre todo ella, que gritó su impaciente entusiasmo nada más verse bajo la cúpula del Maestranza, pero que se sació a los diez minutos; otra joven pareja de detrás habló todo el tiempo que duró el espectáculo de sus cosas, en mi cogote, al volumen en que lo harán en el sofá de su casa. Una señora entrada en años de la fila de atrás, me las hizo pasar canutas en tres pasos: primero taconeó a viva voz y desacompasada cuanto quiso; segundo, se infló de caramelos que sacaba con dificultad de una ruidosa bolsa de plástico, y cuando se hartó de aburrirse con los dos pasos anteriores, arremetió con el tercero: sesión de wappsap más de veinte minutos.

Ni estupor ni asombro: por desgracia estoy demasiado acostumbrada a la mala educación.

Reconozco que soy un poco pejiguera y que ¡ah, oximoron! puedo llegar a ser tan cafre como para querer insultar a los que se cuelan, romper el limpiaparabrisas a los coches que se saltan los semáforos o pellizcar a los que comen crujientes palomitas en el cine, a mi vera. Mas no lo hago, claro, y esta procesión también va por dentro.

A  veces, cada vez más, quisiera ser una aburrida escandinava, una señora que no entiende el cante del Capullo, ni vibra con la pataita, ni vive la gloria de nuestra  bendita tierra de María Santísima, pero que guarda su lugar en la fila, no arroja papeles fuera de la papelera y sería capaz de cortarse las venas antes que molestar con su ruido al desconocido que se sienta a su lado.

Pero sobre todo, lo que más quisiera, lo que deseo de todo corazón, es que todos podamos hacer ambas cosas sin tener que optar, reconocerme en mi gente y que esa gente se reconozca en mí, que lleguemos a ser tan bien educados, que no nos demos ni cuenta de cuál es nuestro origen porque caminamos en la misma dirección, te guste el fútbol, escribir haikus o hacer calceta, sea uno sueco o ni gitana ni de Jerez, como yo.