Foto de M.R. |
Cierto que de aquella casa queda poco, que la de ahora se mantiene en pie de milagro, que de la cristalería que ha habido hasta hace no demasiado y que le dio algo de vidilla póstuma no queda más que el cartel vidriado, que a todas luces compraría una ruina de dos plantas y azotea, una ruina cuya reforma no tengo modo de pagar por más vidas que viva, pero no me importa. Yo quiero esa ruina y la quiero precisamente por ser una ruina, ya que lo que yo en verdad deseo poseer es el espíritu de esa casa, el lugar mágico donde me encontraría con el niño fantasma que aún vive en ella.
En esta casa inmutable, eterna, a todas luces inexistente, viviríamos Albanio y yo nuestra quimérica vida, desafiando a la muerte. Sin más entretenimiento que escuchar el lento caer de la gota de agua en la fuente del patio, sin más compañía que la de los peces color escarlata que en dicha fuente aún nadan, sin más faena que la de sorprender a las verdes pilistras en su lento crecimiento, sin más espera que la de la tardía hora en que se descorre la vela para estudiar en la noche el mapa de las estrellas.
Los dos solos, soportando los rigores del verano sentados en el frío mármol, en el primer escalón de la escalera, con un gran atlas de la librería paterna sobre las rodillas, repasando con el dedo transparente rutas de viajes que ambos sabemos que no haremos nunca.
De la dama de noche de otros tiempos nos llegaría a ráfagas el olor, y de la calle, el pregón antiguo del vendedor de jazmines.
A la caída de la tarde subiríamos a la azotea para escuchar el rumor del río cuando todavía era río, y verde y limpio, para ver el perfil de la ciudad cuando todavía era de color gris de plata y no este blanco sucio de humo y colapsadas circunvalaciones.
Juntos el pequeño fantasma de Albanio y yo, disfrutando de esos días que los dos queremos creer eternos, triunfantes sobre la astucia bicorne del tiempo y de la muerte, como pequeños diosecillos sin sombra y sin más reino que las ruinas de esta casa.
Foto de M.R. |