El cíclope abriendo su ojo en el Cabo de San Vicente. |
A la caída de la tarde el viento saca su látigo y azota el frío de mi espalda con ráfagas de acero.
El sol huye de Europa y se esconde tras las lejanas nubes sangrando como un tomate con esquirlas de oro.
Cojo una piedra y la lanzo por el acantilado, yo no la veo pero sé que cae al mar, a las olas, al agitado fondo azul y negro, sé que ha caído llevándose con ella el secreto de mi juventud perdida y que a partir de este momento lo golpeará contra las rocas para convertirlo en arena.
Piso la tierra parda, los valientes y salvajes matorrales que se atreven a vivir en este fin del mundo, mientras doy otra vuelta al pañuelo alrededor de mi cuello. Tengo frío.
El faro abre su ojo de Cíclope y barre con su luz las tinieblas y lo oscuro, como un diamante loco.
Amenazada por las primeras sombras camino hacia el coche, dos o tres estrellas se agitan en el cielo, la luz del faro gira, guiña y se retuerce inaugurando el reinado de la noche. Aúlla el viento como un lobo al borde de la locura en el cabo de San Vicente.
Acato el mandato antiguo que prohibía a los humanos pisar este lugar sagrado tras la puesta de sol. Ya solo es para el viento, para las piedras, para el océano, para los dioses que abren y cierran las puertas del misterio que habita tras el acantilado.
Entro en el coche y al arrancar, con dedos suaves, me atrapan los narcóticos acordes de la canción.
Acaricio la mano del que ha traído la música exacta para este momento y este lugar. Shine on you crazy diamond.
Larga vida a Pink Floyd.