viernes, 2 de diciembre de 2016

MI ÁRBOL DE LA VIDA


Que no sea por soñar. 

Plantaron en mi acera hace varios años unos naranjos diminutos como palitos. 
Más o menos todos tiraron palante, aguantando con firmeza la fiebre que se apodera de esta ciudad en verano y los sucios charcos que se estancan en sus arriates en invierno, y en estos días primeros de diciembre la mayoría de ellos, orgullosos y simpáticos, luce pequeñas naranjas maduras en sus finas ramas, exóticos árboles de navidad adornados de anaranjadas bolitas frescas y amargas.

Solo el que está bajo mi ventana no cuajó: ni creció ni engordó ni por supuesto ha llegado jamás a dar frutos ni perfumado azahar.
Está ahí enfrente, flaco, desnudo y roto, recordándome a todas horas la tremenda vulnerabilidad de nuestras vidas, la suya y la mía, frágiles seres ambos de raíces y ramas.

Y entonces, cuando lo miro desde mi ventana tan solo y tan raquítico, a veces cierro los ojos y me obligo a soñar un sueño que espero que por repetido y constante, se haga alguna vez realidad. 

Sueño que por la noche vendrán los encargados de parques y jardines del ayuntamiento de Sevilla con sus monos de trabajo a rayas amarillas y verdes y que con una reverencia arrancarán sin esfuerzo las pobres raíces de mi infausto amigo y en su lugar plantarán un hermoso y gigante ficus religiosa de la India. 

Ese ficus milagroso de profundísimas raíces e infinitas ramas, corriendo será tomado por el pueblo que hará de su tronco un altar pintado de color naranja, como ocurre en la India con numerosos árboles, aunque no sean tan grandes y tan bellos como el que está bajo mi ventana. 

La gente le atará cuerdas de colores a mi ficus, colgará campanas de sus ramas más accesibles, buscará una piedra antropomórfica con tres ojos para que ocupe una oquedad de su tamaño en el tronco, dejará a sus pies como ofrendas hermosos racimos de plátanos, bandejas de dulces de coco y papaya, collares de caléndula, cientos de varitas de incienso, mareante y embriagador. 

Decenas de monos rabudos treparán por su grueso tronco y se columpiarán felices de sus ramas. Cornejas plateadas y ninfas de cresta azul harán nido entre sus hojas y me anunciarán cada mañana con sus agudos gritos que el día también empieza lejos de Benarés. 

Los perros del barrio harán suyo muy pronto este árbol de la vida y la abundancia, dormirán a su calor, sestearán a su sombra, en este árbol que hunde sus raíces en el inframundo y que crece hasta llegar a las nubes y más allá, como una inmensa antena que nos une a algo parecido a la Verdad. 

Pero siempre al abrir los ojos ahí sigue mi escuálido antiarbolito, y detrás de él la humeante fábrica de Polvillo. 

Y entonces yo guardo mi sari en un cajón del armario entre bolitas de alcanfor y me vuelvo a poner los vaqueros cuando bajo a comprar pan.