Retrato de Lou Reed. El que me guiñaba. |
---Tíos ¿Habéis visto al Negro?
---Pasó hace un rato por aquí. Se ha ido con la gente de San Roque no sé dónde.
---Venga, hasta luego, coleguita.
Me estoy volviendo a morder las uñas. Había conseguido con bastante esfuerzo en un par de semanas unas extrañas manos de señorita, distantes, ajenas a mí. Hoy, golosa, por fin me he dado un buen banquete y he vuelto a colocar la vieja gomilla enroscada en el dedo anular. Estoy estos días un poco nerviosa: ya pronto se acaba el verano y a finales de septiembre me voy a Sevilla a estudiar. Filosofía. A estudiar filosofía: debo estar un poco majara.
El cantante de Supertramp chilla de modo ilógico su lógica canción poniendo los altavoces del equipo al borde de la explosión.
---Pepe, tío ¿puedes poner más flojita la música?
Mirada gélida. Dos eternos segundos más tarde, sonrisa extralarga.
---Claro que sí, menuilla. A ti no te puedo negar nada.
Esta tarde he vuelto a ver sola la puesta de sol desde el muelle. Violeta, naranja y una pizca de verde tintando el cielo tras los montes del otro lado de la bahía.
1- Unos pescadores apaleaban pulpos en los escalones que bajan al mar.
2- Un niño echaba torpemente la caña ante la atenta mirada de su padre.
3- Unos viejos en bicicleta pedaleaban su sabiduría.
4- El viento de poniente jugaba con mi falda india.
5- Que quede claro. Es mi Iglesia y yo vengo aquí a rezar.
6- “¡Niñaaa! ¡Arrímate que te voy a poner de carná pa los peces!”
¡Qué lejos está el mar de Sevilla! Quizás es lo que más me apena de esta marcha: la distancia que pongo entre nosotros. Él va a continuar indiferente, rompiendo sus blancas olas sucias en la arena sin mí, pero yo... A veces pienso que me va a ser difícil respirar allí, que enfermaré porque el aire no va a encontrar el camino a mis pulmones. Sé que eso no tiene ninguna lógica y niego con la cabeza para espantar esta idea estúpida que me obsesiona. Pido un ducados a cualquiera.
---Dame fuego, Carlos, anda.
---Toma. Me voy a pedir una cerveza ¿quieres otra?
Hago un gesto vago con los hombros. Mi hermana aparece con Juan y se sienta enfrente de mí, sonriente. Juan me hace cosquillas en la coronilla y va a la barra a por dos botellines de cruzcampo. Alto, muy delgado y con la barba afilada: un quijote de fines del siglo veinte. Mi hermana me mira con sus dulces ojos que adoro, diáfana. Mi mirada en cambio la siento con un no sé qué turbio, algo que en el fondo mimo con esmero.
En la mesa del bar, junto a la ventana, se está de maravilla pero no queda más remedio que hacer de relaciones públicas todo el rato.
---Qué pasa…
---¿No habéis visto al Diego?
---¿El de La Colonia?
--- No. El de las gafas.
---Qué va, tío. Por aquí no ha pasao.
---¿Y al Jorge?
---Ese se ha ido con su basca hace un rato largo.
---¿Al Génesis?
---Pues lo mismo. Venga…
Sin mirar para acá, arrobada, pasa por la acera de enfrente Inma muy agarrada de la cintura de Manolo, como si se le fuera la vida en ello. Y es que se le va la vida en ello: Amor, lo llaman. Desde que ha vuelto con él, no hay manera de pillarla un ratito ni para el paseo más pequeño, ni para la canción más corta. La añoro un poco, aunque yo me encuentro la mar de bien con esta gente, no pido más. Y a mí ellos tampoco me piden más.
Esta noche no pasa gran cosa: charlamos a gritos, apuramos la bebida, estrenamos la vida cada minuto. Pero el sábado pasado sí que fue de puta madre: ¡bautizamos al perro de Loren! Felipe y yo, los padrinos: cada uno con un canuto en la mano haciendo las veces de cirio. Loren sostenía con esfuerzo al enorme cachorro de bobtail, que se quería zafar de sus brazos, mientras fingía llorar, emocionado. Como Miliki cuando toca ese saxo pequeñito.
Juan, ya alto de por sí, se alzó aún más al ponerse una especie de mitra en la cabeza hecha con una toalla de playa y casi rozaba el techo del apartamento del Puente. Y como un obispo pagano, echó un poco de champán en la peluda cabeza del perro, mientras pronunciaba reverente el nuevo nombre con el que sería llamado por su dueño a partir de ese momento. Aplausos, risas, más bebida. Y fin de fiesta con la Orquesta Mondragón invitándonos a viajar por todo el orbe.
Pepe ha vuelto a subir el volumen de la música. Entra un montón de gente desconocida montando una bulla enorme, aunque nosotros alrededor de nuestra mesa seguimos con nuestra liturgia. No cabe ni una sombra más en el bar en este momento. Un chico agitanado cruza su oscura mirada con la mía al pasar al fondo. Me gusta.
---Niña ¿has visto a mi prima?
---Que va, tía. Y yo ya llevo aquí un buen rato.
---Quedó conmigo en la puerta y yo llego tarde. Se me ha perdido el reloj.
---¡Joé! Oye, qué mono ese pañuelo azul que llevas. ¿De dónde es?
---De la tienda esa que han puesto nueva en la calle Jardines.
---Mmm…Venga, hasta luego. Que encuentres tu reloj.
Olga, con su aire mediterráneo a lo María del Mar Bonet, severa, regaña a no sé quién porque le ha dado un fuerte pisotón. Kico, ensimismado, se mesa la barba. La hermana de Felipe entra en el bar con su novio de siempre abriéndose paso con dificultad y saludando a todo el mundo sin voz, muy sonriente. Carlos, a mi lado, no ha parado en toda la noche de hablar de Cortázar. Creo tener la clave que explica por qué su cabeza va a más revoluciones que la del resto de nosotros: es por tanto escuchar a María Jesús y sus Pajaritos en la farmacia donde trabaja, en la plaza, enfrente del puesto de música. Pobre chaval.
El último año del conejo. |
En la calle huele a hachis y a cerveza marchita.
Lou Reed me guiña un ojo cuando paso bajo el espejo.
Todavía no existe el metalenguaje ni el ciberespacio.
Todo está a punto de empezar.
¡Feliz año del conejo!
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