La semana pasada de este mes de noviembre, además de los sinsabores y las pequeñas alegrías rutinarias, de los terribles momentos ligados a la sinrazón, al miedo colectivo y a la desvergüenza habitual de ciertos líderes, además de las guerras, las mujeres muertas a manos de sus parejas, de la intensa contaminación ambiental y la sospecha de la cicatería con que se va a tratar el cambio climático en la conferencia mundial de París, además de todas las cosas difíciles de ver, de oír, de sentir que trajo esta intensa semana, también me vino con el regalo de dos bellas palabras que desconocía: serendipia y hauciar.
De la segunda de sobra últimamente hablamos y los menos afortunados viven su antagónica, deshauciar, que no necesita adjetivos ni explicación; pero su contraria, hauciar, va más allá de la privación material, es como la imagen de un cisne reflejada en el espejo donde se mira un pato tuerto y sin plumas, pues este verbo por desgracia en desuso significa crear esperanza. ¡En desuso! Qué torpes somos ¡como si precisamente hoy crear cualquier clase de esperanza fuera algo superado, inútil!
Si bella es hauciar no se le queda atrás serendipia, que habla de un encuentro afortunado, inesperado, hermoso, cuando en principio estabas buscando otra cosa: un dulce error.
Así que a pesar de los muchos pesares, solo por el feliz encuentro con estas palabras, esta de mitad de noviembre ha sido también una semana cargada de fortuna, como si el papelito que guardaba dentro la galleta china que quizás comí, trajera pintado el ideograma de esperanza.
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