miércoles, 23 de julio de 2014

JAMÁS ME REGALES UN ESCARABEO CON UN PICUDO ROJO

Palmera reciclada. Foto de S.M.
Yo comprendo perfectamente que para los antiguos egipcios el escarabajo pelotero haciendo caminar entre las patas su bola de estiércol como si del sol se tratase, fuera un animal sagrado.

En mi frágil, heterodoxo y singular concepto de lo sagrado, también lo es. Un insecto tan variopinto, tan abundante, tan poderoso y en la mayoría de los casos tan bello, sin duda es un ser bienaventurado.

Cómo negar que un escarabajo, ese tierno individuo protegido por una hermosa cáscara alada, tan recio que ocupa los cuatro puntos cardinales del globo, que vuela y hasta nada, tan tenaz que pasito a pasito sube dunas o escarba hondo bajo tierra, que lo mismo tiene trompa, cuernos, que se adorna con mil rayitas o con lunares, que puede ser de color oro, turquesa rutilante o del negro más prístino, que puede brillar en la noche como le ocurre a las luciérnagas o poblar los sueños de los niños más delicados como las simpáticas mariquitas, es una especie acariciada por la sacra barita mágica de la naturaleza.  

Pero, ay, es cierto que también pueden alimentarse de carroña o constituir plagas que se zampan al amanecer, sin remordimientos, una buena cosecha de patatas o de maíz. Que los crueles cetonias, bellos entre los bellos con su disfraz verde-dorado,  esos  escarabajos más parecidos a una esmeralda caída de una corona que a un animal, devoran una rosa en un pis pás y se quedan tan anchos.

A pesar de todo esto, yo  amo a los escarabajos.

Los amo a todos, menos a los malditos picudos rojos.

Son bonitos, no lo negaré, protegidos por su larga coraza naranja oxidada, adornados de pecas y finísimas rayitas. Hermosos, sí, pero unos grandísimos hijos de su madre: si me gustan los escarabajos más me gustan las palmeras, y los picudos no están dejando ni una viva.

De todos los patrimonios de los que gozamos los humanos, de todos los legados de los que somos herederos y que son nuestros sin serlo del todo, el capital vegetal me parece primordial. Y estos malditos escarabajos ayudados primero por nuestra ambición y después por nuestra desidia, están aniquilando uno de los árboles más bellos, rompiendo el perfil de nuestros parques, afeando las plazas, los campos y los caminos, denigrando nuestra vista con el espantajo de sus hojas secas y sus troncos podridos.  

Pobres y queridas palmeras.

Estos miles de árboles  muertos, asesinados, son el símbolo por excelencia del desatino que con naturalidad sembró el desenfreno inmobiliario y la ambición desmedida en los pasados años de bonanza. Las trajeron ya infectadas a mediados de los noventa del otro lado del Mediterráneo para adornar una urbanización cualquiera que ahora andará deshabitada y la plaga se ha extendido como un reguero de pólvora, desenfrenada y tenaz.

Cada palmera destrozada es un mordisco en mi corazón, una herida en nuestra cultura.

Los escarabajos en el Antiguo Egipto eran el símbolo de la resurrección y el renacimiento. Por ese motivo los faraones se hacían amuletos de vida y poder imitando su forma, los escarabeos. 

Esta palmera desmochada en la que ha anidado una familia de cigüeñas, ha encontrado ahí su nueva savia: Osiris, dios de la vida eterna, se ha compadecido de ella, de nosotros. 

Puede que al fin y al cabo esto tan simple sea la resurrección, el triunfo de la vida sobre la muerte.

A pesar de todo, si estáis pensando en hacerme un regalo, yo nunca querré un escarabeo con la forma de un picudo rojo. 
Ni aunque sea de lapislázuli, oro y filigranas de coral.





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