Palmera reciclada. Foto de S.M. |
Yo comprendo perfectamente que
para los antiguos egipcios el escarabajo pelotero haciendo caminar entre las
patas su bola de estiércol como si del sol se tratase, fuera un animal sagrado.
En mi frágil, heterodoxo y
singular concepto de lo sagrado, también lo es. Un insecto tan variopinto, tan
abundante, tan poderoso y en la mayoría de los casos tan bello, sin duda es un
ser bienaventurado.
Cómo negar que un escarabajo, ese tierno individuo
protegido por una hermosa cáscara alada, tan recio que ocupa los cuatro puntos cardinales del globo, que vuela y hasta
nada, tan tenaz que pasito a pasito sube dunas o escarba hondo bajo tierra, que
lo mismo tiene trompa, cuernos, que se adorna con mil rayitas o con lunares,
que puede ser de color oro, turquesa rutilante o del negro más prístino, que
puede brillar en la noche como le ocurre a las luciérnagas o poblar los sueños
de los niños más delicados como las simpáticas mariquitas, es una especie
acariciada por la sacra barita mágica de la naturaleza.
Pero, ay, es cierto que también
pueden alimentarse de carroña o constituir plagas que se zampan al amanecer,
sin remordimientos, una buena cosecha de patatas o de maíz. Que los crueles cetonias, bellos entre los
bellos con su disfraz verde-dorado, esos
escarabajos más parecidos a una
esmeralda caída de una corona que a un animal, devoran una rosa en un pis pás y
se quedan tan anchos.
A pesar de todo esto, yo amo a los escarabajos.
Los amo a todos, menos a los
malditos picudos rojos.
Son bonitos, no lo negaré,
protegidos por su larga coraza naranja oxidada, adornados de pecas y finísimas rayitas. Hermosos, sí, pero unos grandísimos hijos de su madre: si me
gustan los escarabajos más me gustan las palmeras, y los picudos no están
dejando ni una viva.
De todos los patrimonios de los
que gozamos los humanos, de todos los
legados de los que somos herederos y que son nuestros sin serlo del todo, el
capital vegetal me parece primordial. Y estos malditos escarabajos ayudados primero por nuestra ambición y después
por nuestra desidia, están aniquilando uno de los árboles más bellos, rompiendo
el perfil de nuestros parques, afeando las plazas, los campos y los caminos, denigrando nuestra
vista con el espantajo de sus hojas secas y sus troncos podridos.
Pobres y queridas palmeras.
Estos miles de árboles muertos, asesinados, son el símbolo por
excelencia del desatino que con naturalidad sembró el desenfreno inmobiliario y
la ambición desmedida en los pasados años de bonanza. Las trajeron ya infectadas
a mediados de los noventa del otro lado del Mediterráneo para adornar una
urbanización cualquiera que ahora andará deshabitada y la plaga se ha extendido
como un reguero de pólvora, desenfrenada y tenaz.
Cada palmera destrozada es un mordisco en mi corazón, una herida en nuestra cultura.
Los escarabajos en el Antiguo
Egipto eran el símbolo de la resurrección y el renacimiento. Por ese motivo los
faraones se hacían amuletos de vida y
poder imitando su forma, los escarabeos.
Esta palmera
desmochada en la que ha anidado una familia de cigüeñas, ha encontrado ahí su nueva
savia: Osiris, dios de la vida eterna, se ha compadecido de ella, de nosotros.
Puede que al fin y al cabo esto tan simple sea la resurrección, el triunfo de la vida sobre la muerte.
Puede que al fin y al cabo esto tan simple sea la resurrección, el triunfo de la vida sobre la muerte.
A pesar de todo, si estáis
pensando en hacerme un regalo, yo nunca
querré un escarabeo con la forma de un picudo rojo.
Ni aunque sea de lapislázuli, oro y filigranas de coral.
Ni aunque sea de lapislázuli, oro y filigranas de coral.
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