Blanco puro, blanco
hueso, blanco roto, marfil blanco.
El folio grita de pánico cuando se estrella
harto de arrugas
hastiado de mudos estornudos,
al fondo de la papelera.
Yace sobre la mesa de
estudio la maraca,
esa maraca que me regalaron cuando niña
repleta de semillas, de arroz y de cristales.
Ha nacido para ser agitada,
para ser bailada,
para ser mecida con el ritmo del oleaje.
Pero duerme sobre la mesa
de cualquier modo
apoyada en un par de manuales de estilo
y el ratón sin cola del ordenador.
La maraca lleva tanto tiempo conmigo que soy yo,
yo que no tengo musa
que me quiera
ni que quiera cantar boleros
con los compases
dormidos de mi afonía.
Musa ingrata: ¡no espantes esa nube de mosquitos!
son chispas de ideas que vuelan sobre mí, en torbellino,
tan cerca y tan lejos, solo a medio palmo.
Algunas llevan años
revoloteando,
otras apenas un rato;
déjalas bailar en su danza concéntrica,
no vengas a estas
alturas con el insecticida,
al menos ten caridad.
Yo podría hablar de
sierpes, de rosas, de sirenas,
de su boca y su garganta
o del último día que dije amén.
Podría decir que mis tiros yerran,
que la sangre no mancha ya tu alfombra,
que me he reconciliado con mi nombre,
o que cayeron de uno en uno,
por cien, por más de
mil.
Que en nombre de viejos dioses
nuevos corderos son hoy decapitados.
Ambas sabemos de aquello que hay que hablar.
Espero por desgracia
un estado de gracia
que se me resiste
buscando algo tan
obvio como mi voz,
mi voz camuflada entre los gritos de la radio
y tu testarudo silencio.
No tengo edad para andarme por las ramas
pero las ramas me persiguen
me arañan,
construyen laberintos
donde antes hubo espuma,
me hacen tropezar.
No te burles de esta poeta primeriza, musa,
creo en el trabajo aunque no esté sindicada,
échame de vez en cuando una mano
y túmbate a dormir, hermosa,
cuando estés lejos de
mí.
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