Pipipi-piiiii... “Maroc Telecom welcomes you to Morocco. For any inquiries, please dial 444 the IAM Roaming Cal Center”. Pipipipi -piiiiiii... “Vodafone-Es. Roaming info: Realiza y recibe llamadas de España por solo 1,65 min. Más 1,17 .de establecimiento, blablablá blabablá”.
Acabo de llegar y ellos ya se disputan mis despojos. Me siento como un pequeño conejo acechado por dos oscuros perros de presa. Es el único momento aquí en el que me voy a sentir cosificada. Con solo moverme un metro de este lugar desde donde miro el mar, las avispadas ondas marroquíes toman posesión de mi móvil y si me descuido, hago llamadas desde el extranjero a precio de oro. Pero por lo menos ahora la compañía de telecomunicaciones marroquí se llama IAM. Más inquietante era cuando su nombre era MORTEN.
Nuevamente estoy en Bolonia. Regreso a casa.
El fin de semana se anuncia prometedor. Viento suave de poniente, fresco por fin después de este violento y tórrido verano, y algunas nubes rodeándonos. El grupo, reducido y muy familiar. Todas con ganas de vernos de nuevo: sonrisas y abrazos. Alguna presentación, dolorosas ausencias, reencuentros.
No siempre es así. A veces los grupos son muy numerosos y por ese motivo, dispersos, díscolos o aún más divertidos. Con frecuencia el viento de levante o el de poniente, es demasiado potente y nos pincha y nos zarandea. Pero nunca puede con nosotras. Nuestras raíces se anclan a la tierra, a la arena, desafiando su poder. Es nuestro aliado, solo nos pone a prueba.
Viento purificador. Viento omnipresente. Viento poderoso.
Acabando septiembre, nos hemos reunido para hacer chi kung en la playa como otras veces. A estrenar el otoño por todo lo alto. A quitarnos las legañas de los huesos.
Yo, animista por antonomasia, estoy aquí en la gloria.
Las gallinas picotean el árido suelo en busca de no se sabe qué perla mientras el gallo se pavonea entre ellas presumiendo de sus nuevas plumas azuladas. Las olas rompen su blanco en la orilla y en la distancia cruza el mar un velero dibujado por un niño. Perros de los más variados tamaños, libérrimos, en comandita, hacen vida social en la playa, a años luz de los esclavos perros de ciudad cuando sacan a pasear a sus abrumados amos. Más de diez burros grises duermen plácidamente entre las barcas.
Los pescadores, echan sus cañas al mar.
La duna, a lo lejos, dorada como un tesoro, está muy rara este otoño. Se ha plegado en dunitas redondas, extendidas como un paño arrugado.
Duna ondulante.
La hemos conocido siamesa de la gran pirámide egipcia, partida en dos o desviada ligeramente a la derecha. Los temporales del pasado invierno y su voluntad poderosa de ser siempre distinta siendo la misma, la han vuelto a diseñar de otra manera. Siempre es una sorpresa la forma que tendrá este año la gran duna cuando doblas la curva en el coche y te encuentras Bolonia a lo lejos, ya tan cerca, tan prometedora. Si tienes la suerte de venir en el coche de Inmaculada, esa visión va acompañada por la banda sonora de Violeta Parra cantando Alfonsina y el mar.Cantamos a coro mientras Bolonia toma posesión de nosotras. Es casi un conjuro. Si no vas en ese coche, cantas para tus adentros igualmente.
Ya nunca puedo oír esa canción sin ver la duna brillando entre los pinos y los acantilados de la ensenada de Baelo Claudia.
Bolonia para mí es tan terráquea, que está hecha del material de los deseos y los sueños. Contradictorio, si, lo sé, pero así soy yo.
Mi espíritu, mi alma, es de arena, de viento, de hinojo de mar. Verde, azul, oro, verde de nuevo.
Bolonia tiene todo lo que me gusta, todo lo que deseo: belleza hiriente, hermosos animales libres, soledad a raudales, inmejorable compañía.
Madera, fuego, tierra, metal, agua. Agua, cielo, tierra, aire. Muchas veces demasiado aire. Y paseos por la orilla mientras la arena pincha mis tobillos, horizonte amado, hermosos peces a los que no veo jugando entre las corrientes del Estrecho con los delfines y las orcas. Yo nací ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Ya os dije que aquí me encuentro como en casa.
Hecho de de grandes trozos de piedra gris de Tarifa, es ancho y largo y me imagino que profundo, como un sueño. Se conserva perfectamente en casi todo su recorrido, ¡prodigio! y se puede caminar plácidamente por él después de los siglos como lo hicieron nuestros tatatarabuelos medio romanos con sus sandalias trenzadas. O descalzos. Como yo quiero hacerlo la próxima vez que lo pise: descalza, sintiendo su calor gris y las irregularidades de sus piedras.
Este camino fue fondo de pantalla de mi móvil durante mucho tiempo. Lo cambié por la estatua de Trajano en el foro porque la foto era algo más clara y distinguía mejor la hora. Pero lo añoro.
Bolonia en mi móvil, Bolonia en mi cabeza y mi corazón, en mis huesos doloridos, Bolonia en mi mesita de noche. La bella foto de la ensenada dorada al atardecer que hizo Celia hace años, duerme junto a mí cada noche. Bolonia es lo último que veo antes de apagar mi lámpara de cristal blanco.
Piedra, río, arena, distancia. Camino. Tao.
La grulla extiende sus alas. (Vuelo, te veo desde arriba. No es un sueño aunque lo sueñe)
Antes hice hijo de un prodigio al casi intacto decumanus. Pero no es milagroso del todo el que se encuentre en tan magnífico estado. Debemos dar las gracias a un terrible maremoto ocurrido más o menos a fines del siglo II de nuestra era. Maremoto bendito, oxímoron perfecto. La gran ola destruye Baelo. A duras penas sobrevive unos siglos más, ya sin esplendor, ni termas, ni foro. Solo unos pocos y pobres pescadores en cabañas, entre las piedras desbaratadas.
Todo este plan trazado para mí.
Para que yo pise mañana, descalza, su suelo gris. Para que yo pasee una tarde lluviosa junto a las pilas delgarum. Para que yo vea el mar a través de la pequeña y desafiante ventana que queda en esa única pared. ¡Soy una chica con suerte!
Gracias ola, gracias sal, gracias duna que todo lo cubre.
Pues sí. La duna, tenaz, todo lo cubre. Año tras año engulle pinos como yo como aceitunas. Pobres pinos, cuánto me compadezco de ellos cuando la arena ya les llega a la cintura. Mis hermanos los pinos devorados por la diosa.
A veces, como ha ocurrido este año, la vieja duna desentierra de entre los pliegues de su nuevo ropaje, calcinados esqueletos de árboles ocultos durante mucho tiempo. Como espinas del fósil de un viejo cetáceo, surgen negros, llenos de aristas, lo que en otro tiempo fueron hermosos y fragantes pinos de un verde sobrenatural.
Pero las diosas son caprichosas, es bien sabido por todos, y nos reclaman sus ofrendas también a los humanos. Sobre todo a los humanos. Yo, que no soy un pino pero que los abrazo de vez en cuando, también he pagado mi tributo a la arena de esta playa. En ella perdí el único reloj que me ha gustado en mi vida. Era negro, rectangular y sobrio. Me lo regaló Santi por reyes hace mucho. Ahora tengo dos que quieren recordarlo: uno rectangular y otro negro entero, pero ninguno es perfecto como aquel, un trozo de cuero pulido en mi minúscula muñeca, que además me orientaba perfectamente acerca del tiempo que perdía.
También se me cobró otra ofrenda que me dolió más, la muy puñetera. Mi hija, muy pequeña por aquel entonces, me había hecho en clase una pulsera para el día de la madre. Moldeó cada cuenta con sus deditos y pintó cada una de un color pastel y en cada una hizo un ininteligible y pequeño dibujo diferente y encima puso la costrilla de sus dedos sucios barnizándolo todo. Yo adoraba esa pulsera, me la llevé ese año a Bolonia para en la distancia tener más cerca a mí dulce Ana, pero la duna me la robó. O sin saberlo yo se la di.
A pesar de todo, me consuela el haber pagado ya parte de mi tributo, no sea que, insaciable como buena diosa, me pida aún más. Como a la bella Alfonsina.
La gran montaña de arena avanza hacia el interior despacio como un gigante anciano. Al abrigo de los montes perfumados, grano a grano, la arena se posa sobre la arena con la alianza de los vientos de levante, que siempre le traen más y más material para envanecerse.
Arropada por la sierra de la Plata al oeste, la de la Higuera y por la de San Bartolomé a la derecha (el Bartolo, pa los amigos) la duna crece y anda y algún día llegará a Sevilla. Y allí yo desenterraré la pulsera ya vieja, llena toda de lapas y pequeñas estrellas de mar, de agujas secas de pino y olorosa resina de piña y se la dejaré en herencia a la hija de mi hija. El gran tesoro de su alocada abuela.
Será mi venganza, una pequeña burla que yo le haga a esta gran dama vanidosa, abrigada en realidad no por cálidos montes, sino por el lomo de un dragón. ¡Un verdadero dragón! Así que es normal que nadie le tosa.
El dragón, que existe, según se mire puede tener dos cabezas o cabeza a un lado y cola al otro, como corresponde a todo dragón que se precie. Hay quien le ve perfectamente las dos cabezas y hasta el humillo que se escapa de sus dobles fauces. Hay quien solo le ve una, y el encrespado lomo cubierto de árboles y arbustos y peñascos y una colita pequeña que se hunde en el mar. Con voluntad, y pese a que se oculta, no es difícil verlo. Hay incluso quien ha conseguido fotografiarlo.
El dragón, que existe, dota sin duda a este lugar de un punto mágico, una energía telúrica superior. Verlo, se le puede ver sin mayor dificultad; pero sentir esa energía, oír los latidos de su corazón, no está al alcance de cualquiera: sólo lo consigues si eres otro saurio, un chamán con pedigrí o un ser un punto eléctrico. O una gallina autóctona.
El dragón
en realidad, o en una de sus realidades, no es ni más ni menos que un reptil
nativo del lugar: el lagarto ocelado. Un lagarto grande, precioso, térreo
aunque una pizca divino. Los machos son verde esmeralda moteados por
grandes manchas azules, y las hembras, pobres, son solo pardas. Era
un macho, un hermoso macho aquel que vimos soleándose sobre una piedra
milenaria y mirando arrobado su perfil en un charco aquella tarde tras el
chaparrón, mientras paseábamos como patricias por las solitarias calles de la
ciudad romana.
No
obstante aquí, en otro tiempo ya muy lejano, parece que hubo uno
de cien cabezas según cuenta la leyenda. Era el dragón del rey
Gerión, y vivió por estos lares hace miles de años cuidando el
famoso ganado de vacas color caoba del rey. O tal vez vigilando las
doradas manzanas de las cantarinas Hespérides, que no lo se muy bien. Las
Hespérides eran diosas que cuidaban del mágico jardín que lleva su
nombre. Magas, tenían voces que encantaban al personal y también
eran capaces de cambiar de forma, enloqueciendo a los que las veían. Pécoras
engañosas al fin y al cabo.
¿En Tartessos? ¿Dónde estaba ese mítico jardín? Pues al occidente de occidente. Sin más explicaciones. El occidente de occidente, digo yo que puede ser mi adorado sur de Portugal, las hermosas playas de Doñana o la mismísima Bolonia. Y hay sesudas tesis que defienden esta última postura que también es la mía. Además, las Hespérides, que cuidaban de unas manzanas que daban la inmortalidad y eran de oro, también eran llamadas “Hijas del atardecer” y “Diosas del ocaso”. Y yo he visto alguna vez por aquí ( o me han contado, o lo he soñado ) a un grupo de mujeres haciendo un gran corro junto a la orilla, metamorfoseadas en golondrinas, monos o serpientes, bellas como diosas, mientras el sol se ocultaba tras el acantilado tiñendo el cielo de malva y vetas de un amarillo impactante. Si, bellas como diosas. Aunque desaliñadas como mendigas, con los pantalones arañados por los espinos y pañuelos de colores bailando al viendo como harapos. O como alas.
En cuanto a las vacas, decididamente son mis preferidas, perdonadme. Las vacas sagradas del jardín de las Hespérides, las vacas de raza retinta, las rojas, las de esta parte seca y salobre de la península, las mismas que vino a robar Hércules cuando recaló por la zona para completar su mitológica tarea. Las vacas que nos miran indiferentes cuando caminamos por la orilla y que lamen las piedras y la espuma de las olas para sacar de ellas su ración de sal. Me gustan estas vacas. Las admiro. Y aún diría más: yo quiero ser una de ellas. Una de estas recias vacas mansas, imponentes, que duermen en la arena, refrescan sus pezuñas en aguas del Atlántico y espantan las moscas con las gotas que escapan de su rabo húmedo, mientras pasa una a su lado con tonta precaución, con su saco de problemas a cuestas siempre aunque esté en la playa de Bolonia, envidiando su pasotismo, su dolce far niente. Su Nirvana.
Orilla, Iberia, manzana. Nirvana. Magia.
Brocado de seda. (Tenso mi arco, disparo la flecha al horizonte y contemplo, serena, cómo ésta se hunde en el mar)
¡Cuánto de mi vida ligado a este trozo privilegiado de la tierra ibérica! Cuántas historias, cuánto mito y cuánta realidad.
En Bolonia también hago cosas más extrañas que el chi kung. Por ejemplo, practico el canibalismo. El canibalismo fraterno. Me como a mis hermanos. A la vaca retinta, cuya carne es excelente y tierna como su mirada. Al atún rojo, rey indiscutible de estas frías aguas. Al pez limón que una noche trajo extenuado un pescador, recién raptado del mar, gigante, un titán plateado que pesaba exactamente lo mismo que yo por aquel entonces. Mi hermano, mi gemelo, mi alter ego. Lo como, y me apodero de su alma. Ya soy más ellos, ya ellos son más yo.
Y como y bebo las peras de agua y el melón y el tomate color sangre, todos nativos de esta dura tierra que nos sostiene. Y el pan macho de Tarifa con aceite de oliva, con garum en otras vidas.
Me alimento de Bolonia y ella se alimenta un poco de mí: también me roba parte del alma.
Ola, agua, oro, plata. Alma y alimento.
Empujo montañas. (Con la única fuerza de la palma de mi pequeña mano y la energía telúrica que sube desde las plantas de mis pies y me atraviesa)
¡Cuánto daría por probar el garum! Se de buena tinta que hay gente que lo fabrica ahora intentando ser fiel a la receta que dejó el cocinero- historiador romano Casiano Baso. En varios restaurantes de Cádiz están en ello. Pero puesta a ser pidona, yo solo quiero el garum fermentado en las hondas tinajas de Baelo, macerado el azul de los peces de estas aguas y el verde de las hierbas recogidas en el acantilado. Juntos, bajo el sol de justicia de mi tierra, reposando el largo verano, sudando gota a gota su jugo mítico. Ese que volvía locos a los adinerados patricios de la lejana Roma.
Además tenía fama de alimento afrodisíaco. ¿Afrodita? ¡la que faltaba! Miel sobre hojuelas.
Hasta que llegue el día en que por fin yo misma me meta dentro de la profunda tinaja y me atreva con la receta de la salsa, y si consigo salir, me conformaré con seguir siendo una caníbal fraterna y consumiendo los alimentos que proporciona el terruño. Desde el añorado y sabroso pisto que preparaba otrora la mujer de Paco al cuscús agridulce con dulce de leche de ahora. Pasando por la espuma tricolor al aroma de ensaladilla rusa, que con todo hay que atreverse.Y las galletas chinas, los bizcochos caseros esporádicos y exquisitos, las obleas de arroz con chocolate y los sabrosísimos y espirituales tés variados con los que nos agasaja Fátima y que son ambrosía para mi paladar. El alimento que reconforta a los dioses del Olimpo.
Miel, aceite, atún, cuscús. Tinta y sudor.
Recogiendo el puerro de la tierra. (Soy el hortelano, el pescador, la pastelera. Alimento mi alma con perfumadas algas hervidas en agua de mar)
Ya he hablado un poco de mis hermanos boloñeses, pero aún no lo he hecho de los humanos. Los humanos no son mis hermanos, son mis primos. Aunque es bien sabido por todos que hay primos a los que se quiere como a hermanos. Y además estos son mis primos por parte de padre y madre: yo también crecí zarandeada por el levante y oliendo el olor de las algas secas que traía el dorado poniente hasta mi patio. Yo también ceceaba como ellos y estaba ligeramente asirocada. Y lo sigo estando.
Los humanos aborígenes boloñeses son unos seres un tanto especiales. Agitanados y cálidos como Lola. Sabios como la Marcelina. A merced de los vientos desde que están en el vientre de su madre, salen de ahí algo despistados y con sentimiento de dejados de la mano de Dios de por vida. Cruzando sus miradas solo con las vacas retintas en los duros inviernos del Estrecho, es lógico que lo quieran todo para cuando llega el verano. Y a veces el verano es tan duro como el invierno. Y el dragón solo protege a la diosa y a ellos los deja temblando junto a las pitas, endogámicos, haciéndose casas ilegales que tapan las vistas a otras casas ilegales. Mientras el zumbido del viento trece meses al año acaba volviendo mochales al más cuerdo y las gallinas se esconden en sus cuevas.
Porque yo estoy convencida de que las avispadas gallinas de aquí cavan oquedades en el suelo pedregoso y se esconden en ellas cuando arrecia fuerte el levante. Y que los burros, los caballos, las vacas con sus terneros coloraditos y hasta los galápagos de la charca se esconden en unas cuevas secretas. Los perros se ocultan debajo de los coches. A veces, cuando hace mucho viento, a mí me dan ganas de quedarme ahí abajo con ellos, dormitando y guiñando los ojos para que no me entre arena, a esperar a que amaine el vendaval.
Pero no. Nosotras hemos venido aquí a hacer chi kung, y vaya si lo hacemos. Con temporal, cuando marchas a duras penas por la orilla con el viento a favor o el viento en contra camino de los hermosos pedruscos de las piscinas de Adriano, nunca te cruzas con ningún bicho. Ellos no hacen como nosotras ni como los boloñeses que se quedan como ya os he dicho temblando junto a las pitas. Ellos son sabios y por eso toman la vía de en medio. La Vía del Medio. Del no actuar, imperturbables, esperando que los contrarios se relajen.
Invierno, huracán, oleaje. Yin y yang.
Bajar la energía del cielo. (Tiro fuerte de la energía del cielo y la bajosuavemente. Y me atraviesa. Yo soy dura, tócame, yo soy frágil. Oscura y clara, como la luna)
Yin. Yang. Yo.
De lo cálido al frío, de la sombra al sol, de lo duro a lo suave, así me paso el día.
Los opuestos, contrarios no contradictorios, no son nada el uno sin el otro en este mundo. Y me forman a mí y a ti y al lagarto y al cielo nuboso y a la tierra reseca.
Cielo y Tierra.
Día y Noche.
Poniente y Levante.
Europa y África.
Mediterráneo y Atlántico.
Yo, mujer, no soy nada sin el hombre que vive en mí. Mi sol. El chi kung me ha descubierto entre otras actividades supuestamente masculinas: ¡cuánto me gusta coger un palo y dar mandobles! Que era tierna y podía mecer a un niño hasta dormirlo, ya lo sabía.
¡Jú! ¡Jú! ¡Cómo nos gustan esas luchas yang! Mis compañeras del chi kung son mujeres poderosas. Hermosas como diosas humanas, no son otras que las mismísimas Hespérides, como ya habríais sospechado. Con ellas he bailado hasta caer extenuadas, he estado inmóvil sobre una manta durante horas, he empujado un poco al Bartolo, he sobrevolado como una golondrina toda la ensenada de Bolonia. He bebido cerveza y vino y agua. He reído y he llorado.
He escuchado la cálida voz de Celia hablando de sus plantas o de sus viajes a Pakistán o a Madagascar. He estado atenta a las desventuras de los niños gitanos del Vacie cuando Reyes las ha contado. He seguido a Fátima donde hiciera falta (¡hasta el infinito o más allá!), He reído contagiada de la risa de Inma, mientras sus ojos soñaban con poetas peruanos del siglo diecinueve. Una Ana nos ha leído el presente en las estrellas, otra Ana nos ha entretenido con las ocurrencias en estéreo de sus niñas.
Me he reído de lo lindo con las interpretaciones del futuro que leía Carmen en las cartas. Sedienta, me he bebido las historias de la selva amazónica en boca de la simpar y exquisita Claudia. En el sentido español del término: me comentó la última vez que en portugués de Brasil, exquisito es algo sucio, ruin.
Nos hemos bañado desnudas entre las olas salvajes del atlántico para regocijo de los atunes. Para siempre quedará en mi memoria la imagen de Ana surgiendo de la espuma del mar, no como la esbelta Afrodita de Botticelli, sino como una bella y redondeada Venus neolítica, embarazada de sus mellizas.
Amigas, hermanas. Joder. ¡Qué bien nos lo pasamos juntas!
Aunque Bolonia para mí ante todo es soledad.
“Las sombras de las verdes hojas
Agitan en desorden. La mitad
De la luna llena se alza
Por encima del balcón encarnado.
El viento trae desde el
Cielo Esmeralda una canción como
Una sarta de perlas, pero
La cantante está invisible tras
Sus bordadas cortinas”
El hilo donde se ensartan las perlas.
Cuidando con mimo mi soledad.
Paseando entre las ruinas una y otra vez, con sol ardiente o con nubarrones o con ganas de llorar.
Rezándole una oración pagana a la diosa Isis frente a las piedras rotas de su templo.
Oyendo de noche, estremecida, el ulular del viento.
Apretando fuerte en mi mano un guijarro o un pedazo de terra sigilata, fetichista imperfecta.
Mirando el mar desde la única ventana que queda en Baelo Claudia, el Gran Ojo que todo lo ve.
Subiendo penosamente a la duna y tirándome para rodar como un canto de río, como una roca.
Bañándome a pesar del frío y buceando entre las olas.
Caminando por la orilla bajo un visillo de fina lluvia.
Yo, sola e invisible tras las cortinas, como Sun Tao- Hsüa.
Por la noche, camino del hostal, mientras escucho las voces y las risas de mis amigas, yo voy contando en la oscuridad sin luna las gotas de leche de la vía láctea.
Piedra, noche, Venus, perla. Amigas. Hermanas.
Unifico la energía exterior y la interior. (El agua turquesa que veo desde el acantilado perfumado de retama y alhelí de mar, se mece en el pozo de mi ombligo. Cuna de la hembra misteriosa cuando era niña.)
Enganchada a Baelo en el sentido literal del término. Así permanezco desde entonces.
La primera vez que recalé por aquí fue con el instituto en tercero de B.U.P. A las ruinas no se entraba por el bello y cuestionado museo actual, sino por una puerta rota que había junto al ombú. Las excavaciones entonces estaban menos avanzadas y parte del recinto estaba malalambrado. Fascinada por las piedras que allí veía (apuntando maneras, ya las sentía como algo mío en aquel lejano entonces) me agaché para acercar más mi cabeza a ellas y mi melena larga y rizada de dieciseis años se enganchó a los alambres. Un guapo y joven profesor de los de entonces, solícito, me ayudó a desengánchame, pero ahora sé que no lo consiguió del todo.
Desde entonces mi aliento vaga entre los pinos y las columnas rotas en las noches de luna llena, como la mujer licántropa y fantasmal en la que me he convertido. ¡Auuuuuuuuuuu!
Este año, puede que por los temporales del duro invierno, la fronda del árbol se ve más escasa, pero otras veces su gran copa verdea los alrededores y da cobijo al que se lo pide. Bajo la sombra del ombú había un banco de esos que te dejan la espalda a tiras. En ese banco me he sentado alguna vez a reflexionar sobre mi condición de animista. De animista impura, de la cual no me avergüenzo.
En realidad todo este texto no me parece más que un manifiesto animista, al estilo de los panfletos surrealistas o dadaístas de los años veinte. Dios se reparte por igual para mí entre lo animado y lo inanimado. El azul brillante del cielo primaveral, el salitre de las rocas perfumadas de mar y el propio perfume, la gallina con su pico naranja y cada uno de sus polluelos, la base de la columna romana que sostiene la maceta de geranios. ¡Ay! La vaca color caoba, la gaviota que pasa por encima de mi cabeza riéndose burlona, el pequeño escarabajo que tenaz, una y otra vez sube la montaña de arena.
Aunque si lo pienso desde otra perspectiva también soy budista. Pero ojo: budista inversa.
Creo firmemente en la reencarnación. Cuando muera, viviré en la vaca marinera que pasea indiferente por la orilla. Cuando muera la vaca, mi yo se refugiará en el nervioso correlimos que también pasea por la orilla, pero éste siempre corriendo, buscando gusanillos en la arena. Cuando muera el correlimos, seré el galápago del arroyo seco. Cuando muera el galápago, mi alma volará hasta el bello escarabajo, negro como una perla o una aceituna. Después seré un alga encallada entre las rocas, o aún menos, el perfume de las algas. O aún más, quién sabe.
Contrabando, noche, lluvia Vida y muerte.
Apertura frontal.(Las puntas de mis dedos acarician la cortina que me separa del mar. Me hace cosquillas y sonrío)
Ausencia, dolor, miedo. Vida y muerte. También de estos contrarios está moldeada mi Bolonia.
Qué lanza me clavó en la espalda, a traición, el primer zapato viejo que vi en la orilla, el primer jersey roto, la primera zodiac arrumbada entre las rocas. Después he visto muchos más zapatos y más zodiac y restos de pateras y todos y cada uno de ellos me ha cuarteado un poco más el corazón.
Pero debo ser consecuente con mi condición de animista impura, y aceptar que mi paraíso repartido en mil pedazos, también guarda cristales de dolor, un colorido mosaico con algunas teselas tristes.
Viajes que acaban en naufragios, negros sueños rotos. También se rompen mis sueños en pedazos si el océano se traga los de mis hermanos.
Aunque no siempre estos viajes acaben mal y aquí mismo en la orilla empiecen a veces las segundas oportunidades. La patera se acercaba y nosotras seguíamos en la postura del árbol, inmóviles, con los brazos abiertos. Como dándoles la bienvenida.
Abrazo del árbol. (Abrazo al olivo retorcido, a la alta palmera por donde trepa el gato. Al verde y perfumado pino que un lejano día se tragará la duna)
Las musas etílicas se apoderaron un día de mi mano y convertí el agua en vino. Bueno…quizás esté siendo un poco exagerada. Hace unos años, en una de esas nuestras famosas despedidas de Bolonia en las que solo faltan Astérix, Obélix y algunos jabalíes, nos sentamos más de veinte personas alrededor de una gran mesa en "La Reja".
He hablado hasta ahora de muchas mujeres, pero en Bolonia también nos hacen compañía a veces algunos hombres valientes.
Aquel día, a los postres y orujos, Fátima pidió que dijéramos cada uno unas palabras relacionadas con lo que habíamos vivido esos días para construir entre todos un poema grande y disparatado. Yo ejercía de amanuense y anotaba en un arrugado papel cada frase enlazándola con la frase anterior, formando una cadena con eslabones dorados o de hojalata, pero todos felizmente recibidos. Risas y aplausos. Al hijo de Fátima, Yi Min, le tocó decir la última frase. Entre tantas primeras espadas el chico se abrumó un poco, y fue el único que salió del paso con un refrán: Cuando el río suena, agua lleva. La musa del vino tinto le puso con mi mano un rabito a la n. Así que la frase concluyente no fue otra que la hermosa “Cuando el rió sueña, agua lleva”. Aullidos de placer. ¡No hay nada como ser un poco borracha de vez en cuando!
Al acabar, los adioses. Las bienvenidas unos meses después y luego otra vez las despedidas. El eterno retorno de Bolonia. A algunas no los vuelvo a ver, a otras los reencuentro en otro contexto. Otras están conmigo casi siempre, también cuando estamos a oscuras. A oscuras, con los ojos tapados en la gran sala multiusos, nos perseguimos y bailamos, nos empujamos o escabullimos unas de otras. A oscuras hacemos chi kung en la playa, con los ojos tapados con pañuelos. A oscuras, la serie de los cinco animales, nos sale al revés que con los ojos abiertos. El mono que se me resiste despierto, es saltarín y espontáneo con los ojos cerrados. El tigre tropieza y pierde parte de su ferocidad. La grácil grulla, con los ojos tapados, es desgarbada y posee menor elegancia su alto vuelo…
Bolonia a oscuras. Bolonia del revés. Bolonia de noche.
No quiero ponerme pesada, pero algunas veces también hacemos chi kung por la noche, en la playa. Con los ojos abiertos, pero también a oscuras.
Entonces me atrapan el olor de la arena mojada y las luces de Tánger como un sueño allá a lo lejos y siento la pulsión de cruzar el charco a nado.Y pasear por las retorcidas calles tangerinas, parar en un café atestado de parroquianos fumando en narguile para tomarme un te bien cargado de hierbabuena.
Y quiero transformarme en caballa o en pez limón o en una sirena, para nadar y nadar entre las corrientes enfrentadas del Estrecho, sin miedo al agua negra o al tráfico de petroleros.
La dragona se sumerge en el agua. (Desde lo alto del acantilado, dejo que la mañana verde, turquesa, azul, me devore lentamente)
Como estoy cada vez más sofisticada, últimamente quiero ser una dragona. ¡La novia del dragón de la ensenada! Enorme, cubierta de brillantes escamas verde esmeralda y azul eléctrico, como el lagarto ocelado. Y en dos zancadas, haciendo temblar el fondo marino, pisando naufragios, llegar a África como si tal cosa para tomarme un te bien caliente, comprar especias de pinchitos y volverme con mi novio de otras dos zancadas porque que sé que mi amor boloñés me está esperando.
Pipipi piiii…¡Un nuevo mensaje! La compañía de comunicación y teletransporte marroquí se vuelve a llamar MORTEN. Ahora con todas las de la ley.
Han pasado muchos, muchos, muchos años. Soy muy vieja ya, toda yo huesos torcidos. Estoy sentada en la orilla de la ensenada esperando. Sobre la arena húmeda, porque ya no me importa el reuma. Lamo una piedra con salitre para irme haciendo a mi nueva vida de vaca que está a la vuelta de la esquina. Si me la merezco.
Pasa un perrolobo blanco corriendo por la orilla y me salpica. Me recuerda a Luna. A solo unos metros, unos niños rubísimos hacen un pozo profundo y se bañan en él, lo rodean de torcidas montañas de arena que cubren con conchas y piedritas. A la memoria me viene la imagen de mis hijos en esta misma playa, pequeños, desnudos, gorditos y brillantes porque acababan de salir del agua. Aquel día estaba yo muy rara, como resacosa de un mal viaje de peyote y el día también estaba muy extraño: con la espesa niebla, el horizonte confundía cielo y mar, amarilleándolo todo. Irreal como girones de sueños. Veía a mis niños en la distancia, extraños, riendo por algo que yo no entendía, haciendo un pozo en la orilla. Aureolados por un nimbo de oro. Y yo sin poder decirles ni una sola palabra. Mis hijos. Y mi amor.
Ahora estoy sentada en la arena y solo espero. Una mariposa blanca detiene su vuelo en mi fontanela, el tercer dan tian que me abre las puertas del cielo. Cierro los ojos y sueño.
“Soñé que era una mariposa. Volaba en el jardín de
rama en rama. Sólo tenía conciencia de mi existencia de
mariposa y no la tenía de mi personalidad de hombre.
Desperté. Y ahora no sé si soñaba que era una mariposa o si
soy una mariposa que sueña que es Chuang- Tzu”.
rama en rama. Sólo tenía conciencia de mi existencia de
mariposa y no la tenía de mi personalidad de hombre.
Desperté. Y ahora no sé si soñaba que era una mariposa o si
soy una mariposa que sueña que es Chuang- Tzu”.
Que escueto oiga!
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