Penélope hojea la revista que le dieron en la agencia de
viajes buscando un paisaje que le
inspire.
Los fiordos
noruegos prometen una gama de azules muy limpios; la arena de una remota playa
cubana esconde espejismos de oro; el espesor de los bosques de Thailandia, más
verdes de los que es capaz de captar un ojo humano menos experimentado que el
suyo. No se decide. Todos los lugares
son Itaca igualmente para ella. Al final elige una antigua kasba de Marruecos
cubierta por la carpa de un cielo azul rabioso, tierra ocre sobre manchas de un oasis escaso.
Penélope no
va de viaje, vive de viaje.
Kasba marroquí. |
Penélope
espera. Entretiene su espera pintando, despintando y volviendo a pintar. Pero
no es a Ulises a quien desea ver. Ella
espera a Argos.
Está impaciente porque entre en su vida y
ocupe ese espacio que desde siempre le ha tenido reservado. Sabe que el camino que va a recorrer con él
va a estar cuajado de experiencias que no tiene prisa por vivir, que piensa
paladear intensamente. Ha vivido bastante como para haber conocido a varios
cíclopes y otros cuantos lotófagos, ha estado en varias guerras de Troya y ha
pasado tan cerca de las islas de las sirenas como para haberse estremecido con
sus cantos.
Ahora, ya
jubilada, entre los paseos, la cocina y
la pintura, también toca oír cómo
los ladridos de Argos toman posesión de su casa.
“Si vas a emprender el viaje hacia
Itaca/ pide que tu camino sea largo/rico en experiencias, en conocimiento……Ten siempre a Itaca en la memoria. /Llegar
allí es tu meta. Mas no apresures el viaje. /Mejor que se extienda largos
años;/ y en tu vejez arribes a la isla/con cuanto hayas ganado en el
camino,/sin esperar que Itaca te enriquezca./…Itaca te regaló un hermoso viaje…”
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