viernes, 28 de diciembre de 2012

LOS PERROS DE LA INDIA


Eterno subido en su moto. Foto de S.M.
 Voy a hablaros un poco de los perros de la India porque mi alma canina quiere. Y porque creo que ellos, los valientes, los indiferentes, los últimos de entre los últimos, lo merecen.

 En mi cuaderno de viaje "Viaje  exprés a la India. De Sevilla a Benarés" he mencionado a los que en los parques se plantan a tres metros de los comensales y esperan hieráticos, durante horas, a que les tiren las sobras de la comida, algún huesecillo o el borde frío de una empanadilla picante con el que ellos harían más maravillas que Ferrán Adriá. A los que pasaron olímpicamente de comer mi exquisito naan, esos que me miraron con una pizca de desprecio cuando les ofrecí el pan indio que también rechazó una enorme vaca sagrada y que acabó comiendo un niño mendigo. Al que dormitaba a la sombra del do, el ficus de la Iluminación, cuando buscamos a Buda entre las ruinas de Sarnath. He hablado del cachorro suicida y valiente que dormitaba en un cruce atestado de tráfico y del  perrito que dormía plácidamente sobre la piedra con inscripciones en sánscrito, cuando vi el Ganges por primera vez, justo antes de que empezara a llorar dentro de mi propio sueño.  De mi paciente amigo y sus colegas, que a estas horas aún seguirán mirando entre hipnotizados y esperanzados los sabrosos muslos de "pollo a la polución" en el tenderete que había junto al hotel. Conté cómo los vimos enamorados en la ceremonia del río sagrado, el aarti, hasta que el brahmán disolvió a patadas tanto exceso amoroso. Los he metido en mi cuento borgiano, y no tengo palabras para agradecerles suficientemente los créditos que aportaron cuando fui a Benarés a empadronar mi alma.

 Casi todos los perros indios parecen hermanos, o a lo más, primos. Solo se aprecian un par de razas, y los colores, tan majestuosos y variados en otros aspectos de la vida india, son muy parcos en ellos. No los necesitan. Apenas si los hay con manchas o lunares, casi todos son blanquecinos, ocres o negros, todos están muy sucios y a la mayoría les falta un trozo de oreja. Están tatuados de cicatrices, cuando no de heridas vivas. Son peleones aunque camaradas, pasotas y asustadizos, acostumbrados a los palos, listos a rabiar.

 A veces son ellos los que lideran los cruces de peatones cuando el tráfico está más duro. Siempre buscan el montón de basura más mullida o el saco mejor plegado sobre un carro cuando se van a dormir. Las distancias se nos hacían eternas parandónos para observarlos,  tocarlos, incluso para hablar con ellos, con las decenas, centenas, millares de perros con los que nos encontramos en las calles de la India.


 Nunca pasan hambre porque están hechos de hambre.


 Husmean sin pudor entre las maderas de los crematorios, caminan leguas a la sombra de los templos y estoy casi segura de que alguno sabe tocar los crótalos.
 A ese que sale en la foto cruzado de brazos, luciendo su mejor perfil, le falta el ojo del otro lado. El que posa bajo el cartel de “Siddartha”, es profesor de yoga. El negro que descansa sobre la moto marca “Eterno”, es en realidad eterno. Todos lo son, son el mismo perro siempre repetido, el perro que no muere nunca porque ya nació un poco muerto, libre de futuras reencarnaciones. Bendecido y libre.

 Están en todos los mausoleos ocupando las sombras más frescas, descansan entre las ruinas de los templos budistas de Sarnath, suben y bajan las escaleras de los gath sin descanso. Duermen custodiando los lingam de Shiva en la trimilenaria Benarés o entre las ruedas rotas de un carro en la Vieja Delhi más vieja. Hay decenas, cientos, miles. Sus ojos oscuros son espejos en los que se refleja tu alma, su hocico siempre hambriento es la misma boca por la que tú hablas y chillas y ríes, no lo olvides.
Los cachorros maman de pie, no tienen tiempo que perder ¡todavía hay tanto que jugar hasta que  llegue la noche oscura!
Los indios, errados, consideran a los perros lo último de lo último, los intocables de entre los animales. ¡Menudo despiste da masticar tantas hojas de betel!

 Mientras escribo esto aquí en Sevilla, las vacas sagradas no han conseguido salir del laberinto, el lobo gris sigue aullando allá a lo lejos, la araña urdiendo su tela sin descanso. Solo los perros están relajados, escarbando en la basura, lamiéndose las heridas los unos a los otros. Contemplando con los ojos medio guiñados la puesta de sol tras el río, el agua sagrada que siempre va y va.

Jugando en la orillita del Ganges. Foto de S.M.

ILHA DE TAVIRA



Tarde de invierno en Tavira. Desde el barco. Foto de S. M.


Dejo descansando en la mesita de noche de la 106, “Residencial Marés”, el libro de Antonio Lobo Antunes “El orden natural de las cosas”. Me peino en la medida de lo posible, cojo el pañuelo para aplacar el  desmán del viento en mi cabeza y tomamos rumbo a la isla. Atrás queda un hermoso cielo cargado de chaparrones y arco iris.


Buscando el orden natural de las cosas,  no encontramos mejor sitio para aparcar el coche que junto al restaurante “Portas do mar”. Nos dirigimos al muelle donde atraca  el Oslo, el pequeño barco que nos va a  llevar a la isla de Tavira arropados por  la corta y poderosa luz de esta tarde de diciembre. El pantalán huele a infancia. El mar no es ese ente brutal que en mi libro nunca se ve pero siempre  se oye golpeando los húmedos muros de la prisión de Tavira. No hay hipnotizadores levitando, ni  veo las bocas de las profundas minas de Johannesburgo, ni cocoteros meciéndose en las playas de Mozambique entre los que Lobo Antunes rebusca un orden confuso para la realidad de sus otros yo. Aquí hay otra realidad. Y me gusta.

El noray suelta preciosas esquirlas de óxido y yo mojo mis dedos para recogerlas en el frio charco rojo en el que se refleja.  Bajando los escalones, encuentro viejos mejillones que se arraciman para darse calor en las oscuras entrañas del muelle.  El arco iris ha reducido tamaño pero ha aumentado su intensidad: es el escalón mágico que te sumerge entre las nubes oscuras para encontrar las monedas de oro del cuento. El  barco se suelta de la amarra justo en el momento en el que todos los mensajes ocultos se descifran. Este viaje que sigue el vuelo rasante del cormorán es el recreo perfecto: ¡por fin ganan los buenos!

Al llegar a la solitaria isla de Tavira y aprovechando la buena racha, recojo los abundantes tesoros que ella se empeña en  regalarme, en regalarnos: la cortina de una lluvia finita,  las huellas de los correlimos en la arena, la alta caña que pasa a ser el bastón de mando campero del patriarca, el asa de una tinaja -o hasta ánfora- filigranada de incrustaciones de vieja vida marina.

Pero entonces él propone un reto, una pregunta,  por la que vuelve a asomar una rendija de mi inseguridad: ¿en qué lado de la isla te quedarías a vivir? Pues es evidente que la alargada isla tiene dos lados bien distintos, dos caras opuestas, dos maneras de ordenar la realidad.

El lado sur se abre al mar sin medida, al océano de olas desordenadas  y al abismo atlántico. La aventura  y lo salvaje. El lado norte da a la ría tranquila, al faro y la tierra bien firme y hermosa del Algarve. Lo predecible y cómodo. ¡Ay! vamos a ver ahora qué hago, qué decido, dónde planto mi hipotética casa sin hipotecar, pues es verdad que ambos lados me seducen.

En esta diatriba me encuentro cuando pasa un pesquero renqueante en el que ondea la bandera de Portugal, y me da la clave. También esta bandera se parte entre el verde doméstico de la tierra labrada y el rojo del peligro, del oleaje desatado y poderoso, del mar sin puertas. Y los portugueses, pillines, han plantado en el centro, entre ambos colores y uniéndolos, su escudo. Esa esfera de aires manuelinos que hace referencia a la vocación marítima del país.

¡Ahí plantaré mis reales, como el escudo, entre el rojo y el verde! Claro que sé, no hace falta que me lo digas,  que ese sitio es la atalaya de los indecisos. Y de los cobardes.  Pero también es cierto que las promesas se encuentran a los dos lados y que no fue Sancho, sino el mismísimo Quijote el que dijo más o menos aquello de que entre los extremos de la cobardía  y  lo temerario, se halla  la hidalguía.

Regresamos casi al anochecer de la isla de Tavira y encontramos la ciudad mojada y adormecida. Los adoquines del Puente Romano brillan por la lluvia y aún nos queda otro largo paseo por sus largas calles hasta que regresemos  al hotel  y nos bebamos  un oporto blanco sobre la colcha azul para redondear el recreo de esta tarde de diciembre. En la mesita de noche sigue descansando, tal como lo dejé, el libro de Lobo Antunes. Espero que como buen psiquiatra, Lobo sepa perdonar esta esquizofrenia  mía por otro lado tan vulgar.
Cojo “El orden natural de las cosas” y me pongo a leer.




UN INTERMEDIO. UN CUENTO. UN SUEÑO.




Ofrendas en el río. Foto de S.M.



   --- ¡Naturalidad! ¡Esa es la consigna! ¡Que no se me noten las prisas y el poco tiempo que llevo en esto!

 Subo los escalones a buen paso. Sobre todo al principio. Los primeros peldaños eran azul añil, después fueron amarillos y ahora son rojo sangre  y todos están bastante torcidos y descascarillados. Qué raro. Ahora que caigo, también es bastante raro que esta escalera no se acabe nunca. Llevo horas subiendo y subiendo, y el final allí arriba no se vislumbra si quiera.

  Tras el enésimo recodo, aparece la puerta entreabierta en la fachada de una casa pintada de color rosa chicle. La casa parece tener más de mil años y está inclinada un poco a la derecha, como si el agua impetuosa del monzón se hubiera abierto paso hasta aquí arriba con el afán de embestir por la fuerza de sus olas las puertas mismas del cielo. Porque esto debe estar casi en el cielo. Un gran charco en el escalón parece corroborar mi tesis del monzón.

   Levanto la cabeza con dificultad a causa de mis maltrechas cervicales y el cartel, algo torcido, confirma que por fin he llegado al lugar que andaba buscando: “Oficina de empadronamiento”. De pronto estoy rodeada de decenas de personas y eso que he subido sola todo el tiempo. Uno con cara de despistado me clava el codo en los riñones, pero seguro que es sin querer. Hay gente vieja y muchos jóvenes, dos o tres perros, todos indios de pedigrí, con bellos saris ellas, con sus impolutas blusas blancas ellos, a algunos les brilla el cráneo recién rapado. También hay varios sadhus con taparrabos,  muchos colgados con rastas y pantalones bombacho, un par de alemanes de mediana edad con una abultada carpeta bajo el brazo: parece que estos traen todos los documentos en regla. ¡Madre mía! ¡Yo no traigo apenas nada! Solo unos papeles arrugados en el bolsillo y una guirnalda de flores espachurradas colgando del cuello.

 --- ¡El siguiente!

De pronto toda la gente se ha esfumado y parece que ya es  mi turno. Mi corazón  late a ritmo de metralleta. Empujo con dificultad la puerta azulada repitiendo para mis adentros la consigna: ¡Naturalidad! ¡Frente alta! ¡Andares sueltos! ¡Qué no se note que llevas poco tiempo en esto! Entro en la vetusta oficina con más miedo que vergüenza.

  --- ¡Maestro!

 No puedo evitar mi sorpresa. Detrás del mostrador, tras la mesa, Borges en persona atiende a los solicitantes medio oculto tras una vieja máquina de escribir en braille. Lleva una flor de caléndula naranja en el ojal de su americana gris oscura.

 --- Maestro, qué alegría, no esperaba encontrarlo aquí.

 ---¡Ja, ja, ja!Así es la vida… Así son las vidas. ¡Tuve que reengancharme, che!…Sus papeles, señora, si es tan amable. Si es en soporte digital, mucho mejor.

 Con cara compungida, meto mi mano en el bolsillo y saco unos cuantos folios muy doblados sobre sí mismos, que al desplegarlos, parecen el plano muy usado de una ciudad olvidada.

 --- Mmmm…papeles traigo pocos, la verdad. Pero los pocos que traigo son muy buenos. Están un poco arrugados, pero son buenos. Estoy escribiendo un poco sobre esto y…

 ---Sha, sha, sha. Como casi todos. Algo más. Estancias en Ashram, baños en el Ganges, ofrendas, sacrificios…

 ---Buenooo…ejem. Algunas pujas al atardecer... Este collar de flores para la diosa, tóquelo, tóquelo. El punto bermellón en la frente valdrá varios puntos ¿no?

El Ganges. Foto de S.M.
--- Créditos, señora. Se shaman créditos, se suman como puntos, pero no son puntos en realidad. La guirnalda está espachurrada, y si la sheva usted como collar, señora, eso resalta sin duda su belleza natural, pero ya no sirve para la diosa, como usted comprenderá.

 --- Claro, claro, lo comprendo. Pero el bindi…el bindi valdrá un montón de créditos.

 Paso mi dedo por la frente, pero no hay rastro del punto bermellón. ¡Lo borré con la toalla esta mañana tras la ducha!

 --- ¡He llevado el bindi todos estos días, se lo juro! Me lo habré quitado sin querer. ¿No me pueden hacer un análisis? Digo yo que  como está hecho con polvos de cinabrio, al estar compuesto por  minerales pesados, eso tiene que dejar un rastro en el cuerpo. En un análisis saldrían sin duda esos residuos de azufre y mercurio que…

 ---¡Vos querés pruebas de  su dopaje, señora! Eso aquí no es posible ¡Debemos estar limpios!…Sha me entiende.

 ---Por supuesto, por supuesto. Mmm…He llorado, señor Borges. Eso tiene que valer mogollón de créditos. Lloré la primera vez que vi el Ganges al fondo del callejón. También lloré en la barca. Y en la ceremonia de Aarti. Se me saltaron las lágrimas en…

--- ¡Shorar! Mi señora, Sho  shoro varias veces todos los días. ¡Quién no shora en esta bendita ciudad! Mire usted cómo están mis ojos de tanto shorar

  Contemplo con arrobo los ojos glaucos del viejo escritor y suspiro. De una vieja radio con forma de capilla que hay sobre una repisa, brota un tango en hindi que hace balancear la trompa de la auxiliar que teclea bajo la ventana. ¡Tiene cabeza de elefante! Pero su sari color violeta ciñe las curvas de una chica que no tendrá más de veinticinco años.

  Borges pasa los folios de mi escrito tanteando mucho los papeles, pero no se le ve muy convencido. Esto no tiene buena pinta. Parece que voy a sumar pocos créditos y que tendré que volver otro día. Y esto está tan lejos  y las escaleras son tan altas, y hace tanto calor, y tengo tan poco dinero para el viaje…Llego a saber antes que en esta oficina  trabajaba  él y me habría traído el ejemplar de Fervor de Buenos Aires que dejé en Sevilla sobre la mesa de noche para... ¡Ah! ¡El poema Benarés! Seguro que con esto consigo algún punto más.

--- ¡Quise prestarle  mis ojos, don Jorge Luis! Tras leer su poema, me emocioné.  Sentí compasión de su ceguera. Y escribí yo uno en el que le prestaba mis ojos para que a través de ellos contemplara el río, y el humo de las piras y los ghat, y las casas de la ciudad milenaria que se pierden en lo alto de las escaleras.

--- Pero era muy malo y…

---Sí. El poema era muy malo y lo partí. Pero lo escribí con el corazón en carne viva, se lo juro. Eso tiene que puntuar por fuerza.

---Sha, sha, sha…Uuummm… ¿Limosnas? ¿Sacrificios?

--- No, señor. Lo siento. Sería incapaz de tocarle un pelo a una cabra.

 ¡El collar de Durga! ¡¡¡Bien!!! Seguro que vale más de cien créditos. En él tengo la prueba de que aunque no haya hecho un sacrificio cruento en su honor, la Inaccesible me quiere, pues me regaló este collar con superpoderes, cuando estuve esa tarde de febrero en el templo Rojo. ¡Este collar prueba que soy la ahijada de Durga!

  --- Maestro, llevo puesto el collar de la diosa y no me lo pienso quitar. No he hecho sacrificios, ni he buceado en el Ganges, ni he comido con las manos. Pero creo que merezco que me dé el certificado. He llorado bastante, he montado un par de veces en barca, he metido mis pies en la madre Ganga. ¡Solo los pies, ya lo sé! También he montado en rickshaw, me he reído con el baño de los búfalos, he acariciado a algún perro santo, me he conmovido con los ritos de la gente en el río sagrado y con las exóticas pinturas de los santones. Deme el certificado de empadronamiento, señor Borges,  por favor. Mi alma se quedó aquí enganchada y no he conseguido llevármela entera de vuelta a Sevilla.

---Sha, sha, sha…Comprendo su interés, señora, pero los créditos son los créditos.

--- Desde que era muy jovencita, casi en el treinta a. B. soñaba con pisar este país, y en concreto esta ciudad. No he podido venir hasta ahora, pero desde la adolescencia, o antes, aún antes de flipar con  el citar de Ravi Shankar, mi deseo ya era…

 --- ¡Ja, ja, ja! ¡El treinta antes de Benarés! ¡Aquí hay gente esperando desde el trescientos! Ilustre dama, hay dos o tres peregrinos que shevan desde antes del tres mil intentando hacerse con el documento ¡y aún no lo consiguieron!

   --- Pe-pe-pero yo dispongo de poco tiempo, monseñor. La casa, las clases, los hijos…¡Estoy sin muchacha desde hace dos años! Además, reverendo, solo he hecho un viaje exprés, muy pocos  días, y para estar tanto tiempo, quiero decir tan poco, los logros han sido muchos. Llegué a pertenecer una parroquia  en Delhi y y y…¡Leí El Aleph con solo quince años y no me enteré de nada! Eso tiene mucho mérito y merece muchos puntos, excelencia, por favor ¡deme el certificado!

Un sadhu tiende su taparrabos en la orilla. Foto de S.M.
    --- Llámeme Borges a secas. Se lo ruego. Además vos sospechás que sho soy un boludo, que le puedo dar el certificado de empadronamiento por las buenas, no más, sin acreditar sus logros de manera imparcial, a voleo. Esto es muy serio, señora. Sho no soy más  que uno más aquí, sho no soy el que decido. Y por supuesto no improviso.

--- Claro, claro. No era mi intención dudar de la seriedad de este sistema, don Jorge Luis. Lo siento.

  El escritor parece realmente enfadado. Manosea mis papeles con cierta desgana, mirando al frente con el entrecejo fruncido. Tantea las arrugas de los pliegues por donde han sido doblados y tuerce el gesto en un rictus similar al asco. Creo que esto está más que perdido. La radio se arranca por Pink Floyd, y carga la atmósfera de la oficina con acordes narcóticos que me provocan un escalofrío. Mi mirada triste traspasa la ventana y se pierde en la quietud del río, que reverbera bajo la luz de poniente, allá a lo lejos. La secretaria con cabeza de elefante aparta un minuto las manos del teclado y todas sus pulseras bailan a la vez. Ajusta con sus largos dedos el piercing dorado que adorna la punta de su trompa, me sonríe y regresa a su trabajo sin dejar de sonreír, la punta marfileña de sus colmillos asomando de las comisuras de sus hermosos labios.

  "Naturalidad, frente alta, andares sueltos"… ¡Me rio yo de mis consignas! He vuelto a hablar de modo atropellado y  he interrumpido al maestro con mi voz de pito, he expuesto mis ideas con desorden…y me ha dado por vencida antes de tiempo. Eso por no hablar de mi lenguaje corporal: ese meneo de manos, mi mirada esquiva, mi porte inseguro…¡Uf! Seguro que regreso con las manos más vacías de lo que las traje.

Un barquero. Foto de S.M.
 --- Revisemos el cómputo. Mmmm… Se ha dado usted cuenta, señora mía, de que las balanzas que pesan la madera para las piras, son verdes ¡el sublime color de la esperanza! ¡Y ha captado el carácter místico de los barqueros! Pese a que hay entre eshos algunos diletantes, la mashoría ha hecho sus prácticas en el Leteo y constituyen un gremio ilustre del que nos sentimos muy orgushosos.

--- Si, señor. Me di cuenta de eso al primer vistazo.

--- Y luego…aquí. Sí. Son muy pocos los que adivinan la peculiaridad de los perros de la India. ¡Por supuesto! Eshos están al final del camino, en el último tramo del samsara, la rueda de las reencarnaciones. ¡Eshos no son un paso menos sino un paso adelante! ¡Excelente!  Esto me suena a budismo inverso. ¿Acaso sós devota de esa religión?

---Algo hay, algo hay, ja, ja, ja, ja. Qué agudo es usted señor Borges.

--- Y también está la mirada…Esa mirada…

---¿La mirada? ¿Tan extraña le parece? ¿Lo dice usted porque soy muy miope? ¿Porque aun no me he  hecho las  gafas progresivas?

---Veo en su mirada oscura una determinación…un poco ambigua en algún momento, sí, pero es la determinación fatal de aqueshos que desean a toda costa quedarse aquí un poco más, a pesar de los monzones, y de la suciedad del río, y del tráfico atropeshado…¡Esa mirada vale doscientos créditos! Bien…Pero lo que más  puntúa sin duda son sus rodishas.

--- ¿Mis rodillas?

--- Sí. Sus rodishas, señora. Se ve a la legua que las tiene bien averiadas. Y hay que estar muy convencido de querer empadronar el  alma en Benarés con tantísimos jodidos escalones como hay aquí y lo que nos duelen las rodishas al subirlos a los reumáticos…

   --- ¿Pero usted ve? ¿No era usted ciego, señor Borges?

   ---Ja, ja, ja, ja… ¿Ciego yo?       



Nuestras lamparitas. Foto de S.M.



viernes, 23 de noviembre de 2012

EL AÑO DEL CONEJO


Retrato de Lou Reed. El que me guiñaba. 

Bajo la atenta mirada de azogue de Lou Reed, arrastro un poco la vetusta silla haciéndome un hueco entre los colegas que ya están alrededor de la mesa. Loren el nihilista, envuelto en su aura entre despistada y descreída, se pide el segundo gin tonic. Es el único que puede permitírselo. ¡Y fumar winston! Los demás estiramos la cerveza hasta que la espuma pinta un velo transparente en el opaco vaso. Y fumamos de lo barato cuando fumamos.
---Tíos ¿Habéis visto al Negro?
---Pasó hace un rato por aquí. Se ha ido con la gente de San Roque no sé dónde.
---Venga, hasta luego, coleguita.
Me estoy volviendo a morder las uñas. Había conseguido con bastante esfuerzo en un par de semanas unas extrañas manos de señorita, distantes, ajenas a mí. Hoy, golosa, por fin me he dado un buen banquete y he vuelto a colocar la vieja gomilla enroscada en el dedo anular. Estoy estos días un poco nerviosa: ya pronto se acaba el verano y a finales de septiembre me voy a Sevilla a estudiar. Filosofía. A estudiar filosofía: debo estar un poco majara.
 El cantante de Supertramp chilla de modo ilógico su lógica canción poniendo  los altavoces del equipo al borde de la explosión.
---Pepe, tío ¿puedes poner más flojita la música?
Mirada gélida. Dos eternos segundos más tarde, sonrisa extralarga.
---Claro que sí, menuilla. A ti no te puedo negar nada.
Esta tarde he vuelto a ver sola la puesta de sol desde el muelle. Violeta, naranja y una pizca de verde tintando el cielo tras los montes del otro lado de la bahía.
1- Unos pescadores apaleaban pulpos en los escalones que bajan al mar. 
2- Un niño echaba torpemente la caña ante la atenta mirada de su padre.
3- Unos viejos en bicicleta pedaleaban su sabiduría.
4- El viento de poniente  jugaba con mi falda india.
5- Que quede claro. Es mi Iglesia y yo vengo aquí a rezar.
6- “¡Niñaaa! ¡Arrímate que te voy a poner de carná pa los peces!”
¡Qué lejos está el mar de Sevilla! Quizás es lo que más me apena de esta marcha: la distancia que pongo entre nosotros. Él va a continuar indiferente, rompiendo sus blancas olas sucias en la arena sin mí, pero yo... A veces pienso que me va a ser difícil respirar allí, que enfermaré porque el aire no va a encontrar el camino a mis pulmones.  Sé que eso no tiene ninguna lógica y niego con la cabeza para espantar esta idea estúpida que me obsesiona. Pido un ducados a cualquiera.  
---Dame fuego, Carlos, anda.
---Toma. Me voy a pedir una cerveza ¿quieres otra?
 Hago un gesto vago con los  hombros. Mi hermana aparece con Juan y se sienta enfrente de mí, sonriente. Juan me hace cosquillas en la coronilla y va a la barra a por dos botellines de cruzcampo. Alto, muy delgado y con la barba afilada: un quijote de fines del siglo veinte. Mi hermana me mira  con sus dulces ojos que adoro, diáfana. Mi mirada en cambio la siento con un no sé qué turbio, algo que en el fondo mimo con esmero.
En la mesa del bar, junto a la ventana, se está de maravilla pero no queda más remedio que hacer de relaciones públicas todo el rato.
---Qué pasa…
---¿No habéis visto al Diego?
---¿El de La Colonia?
--- No. El de las gafas.
---Qué va, tío. Por aquí no ha pasao.
---¿Y al Jorge?
---Ese se ha ido con su basca hace  un rato largo.
---¿Al Génesis?
---Pues lo mismo. Venga…
Sin mirar para acá, arrobada, pasa por la acera de enfrente Inma muy agarrada de la cintura de Manolo, como si se le fuera la vida en ello. Y es que se le va la vida en ello: Amor, lo llaman. Desde que ha vuelto con él, no hay manera de pillarla un ratito ni para el paseo más pequeño, ni para la canción más corta. La añoro un poco, aunque yo me encuentro la mar de bien con esta gente, no pido más. Y a mí ellos tampoco me piden más.
Esta noche no pasa gran cosa: charlamos a gritos, apuramos la bebida, estrenamos la vida cada minuto. Pero el sábado pasado sí que fue de puta madre: ¡bautizamos al perro de Loren!  Felipe y yo,  los padrinos: cada uno con un canuto en la mano haciendo las veces de cirio. Loren sostenía con esfuerzo al enorme cachorro de bobtail, que se quería zafar de sus brazos, mientras fingía llorar, emocionado. Como Miliki cuando toca ese saxo pequeñito.
Juan, ya alto de por sí, se alzó aún más al ponerse una especie de mitra en la cabeza hecha con una toalla de playa y casi rozaba el techo del apartamento del Puente. Y como un obispo pagano, echó un poco de champán en la peluda cabeza del perro, mientras pronunciaba reverente el nuevo nombre con el que sería llamado por su dueño a partir de ese momento. Aplausos, risas, más bebida. Y fin de fiesta con la Orquesta Mondragón invitándonos a viajar por todo el orbe.
Pepe ha vuelto a subir el volumen de la música. Entra un montón de gente desconocida montando una bulla enorme, aunque nosotros alrededor de nuestra mesa seguimos con nuestra liturgia. No cabe ni una sombra más en el bar en este momento. Un chico  agitanado cruza su oscura mirada con la mía al pasar al fondo. Me gusta.
---Niña ¿has visto a mi prima?
---Que va, tía. Y yo ya llevo aquí un buen rato.
---Quedó conmigo en la puerta y yo llego tarde. Se me ha perdido el reloj.
---¡Joé! Oye, qué mono ese pañuelo azul que llevas. ¿De dónde es?
---De la tienda esa que han puesto nueva en la calle Jardines.
---Mmm…Venga, hasta luego. Que encuentres tu reloj.
Olga, con su aire mediterráneo a lo María del Mar Bonet, severa, regaña a no sé quién porque le ha dado un fuerte pisotón. Kico, ensimismado, se mesa la barba. La hermana de Felipe entra en el bar con su novio de siempre abriéndose paso con dificultad y saludando a todo el mundo sin voz, muy sonriente. Carlos, a mi lado, no ha parado en toda la noche de hablar de Cortázar. Creo tener la clave que explica por qué su cabeza va a más revoluciones que la del resto de nosotros: es por tanto escuchar a María Jesús y  sus Pajaritos en la farmacia donde trabaja, en la plaza, enfrente del puesto de música. Pobre chaval.
El último año del conejo.
Humo y ruido en abundancia: alguien propone que nos vayamos al Alcoba. Felipe protesta la propuesta, como siempre. Los demás arrastramos las viejas sillas, cogemos nuestros bolsos, pagamos, nos besuqueamos con cualquiera, nos dirigimos a la calle para estirar un ratito más  la charla en un lugar más tranquilo. ¡Hombre! ¡Ahora que nos vamos va el Pepe y se anima a poner a Triana!

                         En la calle huele a hachis y a cerveza marchita.



Lou Reed me guiña un ojo cuando paso bajo el espejo.

Todavía no existe el metalenguaje ni el ciberespacio.


                                                 Todo está a punto de empezar.


                                                            ¡Feliz año del conejo!








CONTRASEÑA

Caminito del peñón en tiempos de los espías.


El santo y seña acordado tras una agria discusión acabó siendo "Gibraltar". Ella se opuso en principio por temor a lo obvio. Él argumentó que lo obvio era el mejor parapeto tras el que camuflarse en el momento actual.  

  —¿Me llamas vulgar?  


Él apagó el cigarrillo con furia innecesaria, zanjando el tema.


—El coche estará aparcado donde siempre. A las nueve cruzareis la aduana, y no más allá de las nueve y media entrarás sin compañía en el hall del Holiday. Allí, alguien que saldrá de la recepción oficial en la embajada te dirá Gibraltar no más tarde de las diez. Le entregarás el abanico con el documento dentro.


—¿Y vuelta a casa sin tomarme ni una copa?


—Y vuelta a casa como las niñas buenas. A las once en la cama.


Él no sabe el nombre verdadero de esa mujer morena que se arriesga una noche más. Ella desconoce quién es en realidad el último cómplice que le han adjudicado en la Venta Miraflores.  


Gibraltar se oculta tras la niebla. Empieza a llover suavito ese agua que aquí llaman calabobos.





sábado, 8 de septiembre de 2012

AQUAGYM



 Para que nos entendamos: esto que me está pasando  los lunes, miércoles y viernes de once menos cuarto a once y media en este mes de julio está siendo algo así como la versión algo cutre de un sueño californiano.

Agua  turquesa insultante. Césped  verde arrebatador. Cielo celeste doloroso. Y un montón de mujeres  entre las que me encuentro, en la piscina del club, dando escasos saltitos de jogging acuático, braceando hasta formar un torpe tsunami, peleando con el churro cilíndrico lo justo para no ahogarnos a ritmo de reggaetón.


Unooo, dooss, treess, y cuatrooo y cincooo y seis y siete y vuelta al uno, y vuelta al siete, y ahora con el otro brazo, y la otra pierna, y el ombligo (que más de una nunca se encuentra) al centro, y abriendo el pecho y arrastrando el agua y golpe de boxeo al maxilar del contrario y meneillo brasileño. Y la monitora dale que te pego  sin tregua mientras alguna que otra de mis compañeras se empeña en marearme,  a mi que ya de por mí estoy confusa, parloteando a todo volumen de sus nietos o de la casa de la playa, demasiado perfumada para tan temprana hora y tan aeróbica actividad.

¿Qué hago yo aquí, entre ellas, braceando y tragando agua como una más? ¿Qué pasa por mi cabeza cuando hacemos el cruzaito  chikilicuatre a la vez que un tipo bronco recita fuerte en el radiocedé aquello de Morena, no te hagas la loca, y déjame  tu boca bessarrr, arropado por una percusión imposible de metabolizar? Busco un animal o animala con el que identificarme, ya sea real o mitológico, tanto da. De sirena mejor ni hablamos. No llego ni a la punta de su cola. Mucho  menos una dragona  verde  y tetrabióica: cómoda en el agua, poderosa en la  tierra, feliz en el aire, en su salsa arrojando afuera el fuego de su cuerpo. No, tampoco una dragona, qué más quisiera yo. Ni siquiera un cetáceo  pequeñito, un risueño delfín de esos que siguen, jugando, la estela de los barcos.


Cardumen revoltoso.

 A ver, a ver…a veces me asemejo a una tortuga, bella pero con  la espalda algo cargada que estira el cuello unos centímetros abriendo los dedos sin pretensión de atacar. A veces soy un calamar gigante corto de talla, ondulante, moviendo sus piececillos con cierta gracia. A veces solo una sardina de plata despistada de su cardumen  minutos antes de ser pescada, y espetada. Otras soy una divorciada, exfumadora y bien teñida, de esas que se bañan con anillos y turbante.

Así, debatiéndome con la identificación animalística y batiéndome con el agua, paso algunas mañanas de este mes de julio, rodeada de mis compañeras, en esta versión algo cutre de un sueño californiano.

LA REINA DE ÁFRICA


Dios lo ve todo, está en todas partes, lo sabe todo. Sabe cuántas gotas se escapan de esa ola, cuántas gotas suman las de todas las olas juntas de todos los mares juntos. Conoce el número exacto de granos de arena que hay en esta playa.

Cartel del la peli de J.Huston.

Este agobiante pensamiento acerca de la omnipotencia divina ocupó algunas (muchas) horas de mi lejana y escrupulosa infancia. Hoy, gracias a dios, ya nada de eso me preocupa. Y aún menos a Dios, el pobre, que de seguro tiene la agenda divina demasiado apretada como para entretenerse en estas minucias.

Pensar, lo que se dice pensar, ahora la verdad es que pienso poco. Sin querer medirme con dios, mi agenda está tan ocupada que no me queda tiempo para pensar. Solo pienso un poco por las noches, cuando me desvelo. Esta noche, sin ir más lejos he estado pensando mucho. Me la he pasado casi íntegra maquinando fórmulas para liberar al pájaro que se ha quedado encerrado en la sala multiuso.

Como a las dos y media pensé que lo mejor sería cavar un túnel desde el hostal de Lola hasta la sala y una vez allí, atraer con lombrices al pajarito para que escapara por esa cavidad. Pero la descarté porque no me gusta molestar a las lombrices y también porque me corté a fondo las uñas antes de venir a Bolonia, así que no puedo cavar. A las tres y cuarto pensé en hacerme pasar por una gamberra adolescente y tirar muchas piedras a las ventanas de sala para que el gorrión pudiera escapar por ahí, por entre los cristales rotos. Pero este plan lo descarté muy pronto por pasarse de patético. Quizás la mejor opción la pensé a eso de las cuatro y veinte de la madrugada: hacer un gran boquete en la pared en plan alunizaje tras estamparme en ella con un coche cualquiera de alguna de mis compañeras. Como no sé conducir la hostia iba a ser tan grande y el boquete tan espectacular que el pajarillo lo iba a tener muy fácil para escapar por ahí. Pero no, tampoco. Aunque reconozco que no es mal plan, no quiero que me cueste la amistad de mis compis de chikung, así que también lo he descartado. Levantar la moderna uralita del techo haciendo palanca se me vino a la cabeza casi hacia las seis, pero a las seis y cinco tampoco me servía.

Así que pensando y pensando cómo liberar al pájaro oí el primer canto del gallo y supe que justo ahí se acababa mi faceta pensadora, que apenas si había dormido y que me tenía que levantar ya para la primera meditación.

Llegué la primera a la sala multiuso, a eso de las ocho menos cuarto, y allí seguía el gorrión. Aterrado por el chirrido de la puerta, en cuanto entré se puso a volar de un lado a otro de la sala cuan larga es, haciendo acrobacias histéricas.

Yo, agobiada en parte por el insomnio que ya me estaba pesando y en parte por el sinvivir contagioso del animal, sin saber qué hacer para ayudarle, opté por tumbarme en mi manta tras enroscarme y creo que me dormí.

Cuando desperté, si es que aquella birria había llegado a ser sueño, mis compañeras aún no habían llegado y el gorrión ya no estaba allí. Se ve que durante mi breve desconexión había dado con la sencilla fórmula de salir por la puerta, sin necesidad de butrones ni alunizajes raros.

Pero de repente oí un ruido fuerte y extraño, y sin desenroscar ni nada me incorporé rauda y salí afuera justo en el momento exacto para contemplar el prodigio. El pequeño gorrión excautivo estaba siendo devorado por una espesa nubecilla de la que brotaban chispas de mil colores, mientras el ambiente se poblaba de ráfagas de incienso de iglesia.

Estoy acostumbrada a que en Bolonia ocurran cosas maravillosas, pero aquello sobrepasaba todos los límites. Con los ojos como platos contemplé cómo la nube de chispas tomaba forma humana y se transformaba en un hermoso caballero de color. El gorrión, que no la rana, era en realidad un príncipe encantado. Un negrazo de metro noventa de musculatura perfecta. Músculos del color del chocolate con un 85% de cacao.

“¡Virgen Santa!” exclamó alguien con mi voz ya que yo me había quedado sin palabras.

El príncipe, sonriéndome con sus gruesos labios del color de la mora madura, se acercó a mí despacio, con andares de pantera macho, cubierto solo por las rayas blancas y negras de un taparrabos de piel de cebra. Llevaba en la mano morena un magnífico y flexible cetro de bambú con el que tocó  un par de salamanquesas que sesteaban pegadas a la pared de la asociación de vecinos. Y las convirtió en  un par de hermosas yeguas blancas. Después posó con suavidad su cetro sobre un montón de chinillos del suelo, y estos, por el toque de su vara mágica, pasaron de guijarros a ser monedas de oro y plata que de inmediato ocuparon las alforjas taraceadas de las yeguas. Aún olía a incienso en el ambiente cuando transformó dos cochambrosas plumas viejas de gaviota que había por ahí tiradas en sendas coronas de plumas rosadas de avestruz que colocó en nuestras cabezas sin demasiada ceremonia mientras me decía mirándome a los ojos “tú serás mi reina”.

Con la mandíbula colgando vi cómo se giraba un poco y se situaba frente al escarabajo cornudo que ayer rascaba el aire panza arriba (y al que ayudé a darse la vuelta varias veces) Este se convirtió por la virtud de su bambú mágico en un rinoceronte gigante, una mole pétrea del color del bronce oscuro, al que cubría una montura de cuero repujado y estribos de oro puro.
El Estrecho un día despejado.

Aún boquiabierta me encalomé con la ayuda de mi príncipe en el lomo del espectacular rinoceronte, y sin tener tiempo de coger ni un klinex, coronada de plumas, partí con mi él y su séquito a la siempreverde Tongolongo, al sur del sur. Más allá de la miseria, la malnutrición y el sida. Al sur del sur de África, donde no llegan las sucias petroleras, ni las multinacionales del titanio, ni se trafica con diamantes que huelen a sudor esclavo.

De golpe a porrazo me había convertido en la reina de África ¡Y mis compañeras sin saberlo! ¡Menuda sorpresa se iban a llevar cuando no dieran conmigo dentro de un rato, justo al untar ajo en la tostada de pan macho del Bellavista!

-- Dos billones de trillones aproximadamente. Más cuatrocientos treinta y ocho que te llevas en los zapatos.
-- ¿Qué?
-- Que ese es el número de granos de arena que tiene esta playa. ¿No querías saberlo?

Pero la verdad es que ya todo eso me importaba un pimiento.
Iba a ser cierto lo que decía Lluis Llach, y antes que el Constantino Kavafis. Y aún muchísimo antes el mismísimo Homero en persona. ¡Ítaca (Bolonia) me iba a regalar un hermoso viaje!










PENÉLOPE

Penélope hojea  la revista que le dieron en la agencia de viajes  buscando un paisaje que le inspire.

Los fiordos noruegos prometen una gama de azules muy limpios; la arena de una remota playa cubana esconde espejismos de oro; el espesor de los bosques de Thailandia, más verdes de los que es capaz de captar un ojo humano menos experimentado que el suyo.  No se decide. Todos los lugares son Itaca igualmente para ella. Al final elige una antigua kasba de Marruecos cubierta por la carpa de un cielo azul rabioso, tierra ocre sobre manchas de un oasis escaso.

Penélope no va de viaje, vive de viaje.

Kasba marroquí.
Saca del armario su caja de acuarelas, papel  apaisado y  llena un vaso transparente con agua. Bajo la ventana, en el comedor, acaricia  sus pinceles, y poco a poco, el rojo de la india, el azul ultramar, el cálido siena y el velo del agua, cumplen su papel alquímico y van tintando  el blanco del papel con la imagen poderosa  de la fortaleza del desierto  que su mano mágica transforma en sutil.

Penélope espera. Entretiene su espera pintando, despintando y volviendo a pintar. Pero no es a Ulises a quien desea ver. Ella espera a Argos.

Está impaciente porque entre en su vida y ocupe ese espacio que desde siempre le ha tenido reservado.  Sabe que el camino que va a recorrer con él va a estar cuajado de experiencias que no tiene prisa por vivir, que piensa paladear intensamente. Ha vivido bastante como para haber conocido a varios cíclopes y otros cuantos lotófagos, ha estado en varias guerras de Troya y ha pasado tan cerca de las islas de las sirenas como para haberse estremecido con sus cantos.

Ahora, ya jubilada, entre los paseos, la cocina y  la pintura, también  toca oír cómo los ladridos de Argos toman posesión de su casa.




“Si vas a emprender el viaje hacia Itaca/ pide que tu camino sea largo/rico en experiencias, en conocimiento……Ten siempre a Itaca en la memoria. /Llegar allí es tu meta. Mas no apresures el viaje. /Mejor que se extienda largos años;/ y en tu vejez arribes a la isla/con cuanto hayas ganado en el camino,/sin esperar que Itaca te enriquezca./…Itaca te regaló un hermoso viaje…”