Ojalá que algún día no haga falta señalar en el almanaque el
día de nadie, porque significará que ese alguien ya no es nadie o casi nadie
para los otros.
Pero mientras tanto, aquí y ahora, el calendario anda cargado de días para todo y para todos, un recordatorio puntilloso y algo cansino, sin duda demasiadas veces minoritario o sorprendente. Un minucioso santoral laico en el que sin esforzarnos demasiado cada uno encontramos un huequito.
Pero mientras tanto, aquí y ahora, el calendario anda cargado de días para todo y para todos, un recordatorio puntilloso y algo cansino, sin duda demasiadas veces minoritario o sorprendente. Un minucioso santoral laico en el que sin esforzarnos demasiado cada uno encontramos un huequito.
Nada minoritarios y siempre sorprendentes pueden resultarnos
algunos de los festejos que engalanan
este sábado de finales de junio, el día del orgullo gay, el gran día de la
fiesta y la reivindicación homosexual.
Los desfiles, ese escaparate de carrozas y cortejos excesivos, exuberantes, ruidosos y divertidos
no nos pueden hacer olvidar las dificultades con las que se sigue encontrando
esa gran parte de nuestra sociedad, aquí y sobre todo lejos de aquí. La homosexualidad
es ilegal en más de ochenta de países y en casi una decena, los homosexuales pueden
ser encarcelados, torturados e incluso ejecutados por su propio y demencial Estado.
Pero volvamos a la fiesta, que es lo que hoy toca. Yo en
esto de los desfiles del orgullo gay
entré por la puerta grande, pues el primero que vi, ojiplática, feliz y con un jet lag de caballo, hace ya muuuchos
años, fue el de Nueva York (imponente, descomunal,
maravilloso) así que los demás, que le voy a hacer, por más locos que sean, por
más estiletes y transparencias que luzcan y por más plumas que por allí vuelen, siempre tienen
para mí un puntito pueblerino.
Hasta el de Londres, al que asistí también hace bastante, me lo pareció, y eso que fue
colosal.
Lo que más me gustó
de ese desfile fue lo que vino después
del desfile, en los servicios de The National Gallery. La pinacoteca que mira desde
sus altas escaleras ese delirio de fuentes, columnas ciclópeas y leones de bronce en el
mismo corazón imperial de Londres, guarda un tesoro exquisito entre sus
Caravaggios, Vermeers y Velázquez: un baño abierto al público.
Al museo se entra gratis y sin pasar por escáner ni policías
tocones. Así que más de uno y de una, si tiene una urgencia fisiológica en esa
agitada ciudad, puede usar sus baños y marcharse tan ricamente. Sin echar ni un vistazo a las joyas que allí se custodian de modo tan libre, sin dejar una mísera propina.
Pues eso, que estaba yo
visitando el museo y antes de irme entré en el baño de señoras de la
planta baja. Y lo que vi al entrar me dejó maravillada, y eso que llevaba un
día de grandes maravillas: drags queens altas como torres, lesbianas de uniformes imposibles,
lolitas de sexo dudoso e imponentes bigotudas con boas emplumadas color arcoiris guardaban cola
entre risas y pases de cepillo por sus melenas despampanantes.
Y me puse la última de la fila, sí, yo, ciudadana de una provincia del mundo en la que no gasto ni gota de glamour.
Y me puse la última de la fila, sí, yo, ciudadana de una provincia del mundo en la que no gasto ni gota de glamour.
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