Julio jugando con nuestro gato. |
Pero yo no era parisina sino del sur de la provincia de
Cádiz, y eso por fuerza (pensé) tenía
que restar carácter al hecho de expeler humo por la boca de un modo sofisticado
aunque en mi viejo tocadiscos sonara una melodía de Coleman Hawkins. Y más teniendo en cuenta
que apenas si fumaba, que sin remedio me entraba la tos y que encima detestaba
el picor acre que el tabaco rascaba en el cielo de mi boca.
Pero yo quería ser La Maga, yo quería cruzar corriendo el
Pont Neuf una tarde de lluvia para encontrarme con Horacio en esa umbría
habitación del barrio de Montparnasse y escuchar nuestra música y sus palabras
enredada en las sábanas, tras haber compartido un gaulois.
Yo soñaba que Horacio tenía la voz de Cortázar, esa voz dulce
y monótona, su acento bonaerense, sus erres arrastradas y suaves, hermoseadas a
medias por un defecto de dicción y por residuos del francés que ya
siempre hablaba. Melodía y melodrama: aún era muy joven y pensaba así.
Yo, como tú, era una chica que leía Rayuela, que guardaba en
mi mano la piedra y la tiza, que esperaba disciplinada que la piedra cayera en
la casilla adecuada, que no le soplaba para darle buena suerte. Que saltaba a
la pata coja entre el cielo y la tierra sin saberlo: jugaba desde niña a la
rayuela, uno de los juegos más antiguos del mundo, uno de los más sencillos y puede que por eso, uno de los más complicados.
Era una chica que me debatía en la idea de ser una fama cuando debería ser una cronopia, que quería ser la Maga aunque no acabara de creer en su magia, que amaba los gatos, que
soñaba con los ochenta mundos de Cortázar.
Y que a la larga, ahora, tantos años después, sospecha que a lo más que ha llegado en algún momento afortunado es a ser una pizca chiripitifláutica.
Y que a la larga, ahora, tantos años después, sospecha que a lo más que ha llegado en algún momento afortunado es a ser una pizca chiripitifláutica.