Soliloquio de La mujer invisible.
(Sobre la base del poema de Agustín García Calvo).
(Sobre la base del poema de Agustín García Calvo).
-Tú que estás en el cielo y lo ves ya todo claro, Agustín, mírame y dime ¿qué rastro queda en mí de la ahijada de Afró Tambú, si es que alguno queda?
-¿Afró Tambú? ¿Aquella Venus venenosa a la que con tanto esfuerzo aún hoy intento olvidar? ¡Ay! No me importunes con preguntas y deja que descanse a la sombra de la luna, sobre el heno del establo de los centauros; ya pasé lo mío. Por alguna de sus hijas, yo pené la larga sed de los paraísos, la llaga en flor de mi pecho no cicatrizó y al final me morí de ella, de ellas. Haz examen de conciencia bajo aquel árbol florido y contéstate tú. Apaga la luz cuando salgas, quiero mansa oscuridad en la cuadra.
-De acuerdo, recojo mis zapatos y me voy de puntillas. La muerte debe ser ese mullido lecho de paja cálida y perfumada de otoño en la cual duermes ahora, sin ganas de polémica y dar respuestas a preguntas tontas. Se te ve bien en postura fetal. No te enfríes: cúbrete con tu pañuelo.
(Suena el clic del interruptor)
Hoy voy a ser yo la del soliloquio.
Hoy voy a ser yo la del soliloquio.
Enciendo el foco, me siento en el taburete e intento responderme con sinceridad: no te diré que nada, pero sí que poco. Estoy en ese estadio intermedio en el que a veces me desaparece un brazo, otras todos los dedos de la mano izquierda, otras, la cabeza completa o solo la frente. Con más frecuencia cada vez el cuerpo entero.
Se ve que no debo inquietarme: son cosas de la invisibilidad.
Se ve que no debo inquietarme: son cosas de la invisibilidad.
No hay remolinos en el agua, mis pies en la orilla del río casi no
dejan rastro.
El cauce del torrente se ha templado y la noche está serena.
¿Lo escuchas? Si afinas tu oído, el tam tam de Afrodita, la señora de las rosas y el amor, aún resuena a lo lejos, tras las últimas rocas.
El cauce del torrente se ha templado y la noche está serena.
¿Lo escuchas? Si afinas tu oído, el tam tam de Afrodita, la señora de las rosas y el amor, aún resuena a lo lejos, tras las últimas rocas.
Ser la mujer invisible es cómodo, Agustín, aunque a veces
corra ciertos riesgos al cruzar la calle.
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