sábado, 1 de febrero de 2014

EL BOTE DE TITAN DE LUX

El Titanic y su iceberg un minuto antes del encuentro.

El barco es magnífico y navega a buena velocidad, viento en popa a toda vela, aunque por supuesto no necesite  viento, y mucho menos velas, que han sido sustituidas por cuatro ciclópeas y humeantes chimeneas de última generación, con el novísimo logo rojigualdo brillando en sus cumbres.

Es un barco muy moderno, el más moderno, flamante, todo en él es de estreno, lo ultimísimo, aunque también tenga camarotes de segunda y hasta de tercera que solo salen del paso sin pompa ninguna, como siempre han sido las segundas y más las terceras, no nos engañemos. 

Bajo un cielo gélido y azul, la espuma se levanta alta a la altura de Terranova y a lo lejos se divisan las primeras placas de hielo, pero nadie hace mucho caso al telegrafista,  que alerta en morse del peligro que acecha. El tipo solo quiere aguar la juerga. El capitán, displicente, ordena que no se cambie un ápice el rumbo: España va bien.

Es primavera, las aguas están extrañamente quietas, y nadie espera lo que está a punto de suceder. A la hora de la cena, la orquesta toca un pasodoble en el opulento comedor de primera. Veinte  camareras de sobrios uniformes sirven el cuarto plato de puturrú de fuá. El sumiller da a probar al contramaestre en una copa extragrande un rioja  muy bien criado con retrogusto de roble.  

Pomposo brindis: coincidiendo con el clic del cristal se oye el primer crujido. Y a este siguen otros cuatro, magníficos, terribles, escalofriantes. Ya a nadie le queda duda de que el barco ha chocado con el iceberg más azul, que el buque tiembla, que hace aguas, que todo se va a la mierda. 

El hielo, un cuchillo bello y mortal, ha abierto el bote en canal justo por la línea de flotación y sin anestesia;  los distintos  compartimentos  se inundan  uno tras otro. De nada sirven ahora la soberbia piscina con jacuzzi, el damasco dorado del tapiz en los camarotes más opulentos, la escalera de caoba que no lleva a ningún lado, los puntos de encuentro con el wifi más largo. 

Ni siquiera alivia el jaranero compás de la orquesta, que toca "Paquito el chocolatero" aparentando normalidad entre los inquietos pasajeros, que se miran unos a otros con el rabillo del ojo justo antes de que la primera reinona empiece a gritar. Según pasan los minutos, rendidos ya los esfuerzos heroicos a la evidencia, los músicos tañen entre lágrimas y con los instrumentos húmedos un salmo que aprendieron cuando solo eran monaguillos pidiendo, oh Dios mío, que San Pedro abra sin demora las puertas del más allá.

El agua sube, sube, el barco se escora, la proa apunta al cielo pidiendo un auxilio que nadie oye, se apagan todas las luces. El mar se traga al titán de lux.

El barco de los sueños se llevó a dormir con él al lecho marino a muchos de sus tripulantes. Se salvaron pocos de los de primera clase, aún menos de segunda, se cuentan con los dedos los de tercera. El cobarde capitán, el presidente del club de fútbol, el tesorero del partido, dice que no sabe si fue el témpano ruin que se les acercó demasiado o si fue él el que se acercó demasiado a la orilla para saludar a un pariente sin mala intención, si fue el maldito cariñena que se apoderó de mí, o si fueron los malditos roedores.

Lo único cierto es que tanto los emigrantes británicos, irlandeses y andaluces que  embarcaron en busca de una vida mejor como  los sueños de algunos de las personas más ricas del planeta que viajaban en este barco solo para lucir palmito (recuerda: ese barco magnífico, flamante, la nave más moderna), naufragaron  aquella noche de abril en las frías aguas del  Atlántico Norte. Cubitos de hielo que se derriten  gota a gota en un gintonic afrutado.


Todo esto pasó hace mucho, hijo mío.
Años después del desastre y como seguía en el paro, viajé con dos o tres buzos amigos míos  en algo parecido a un viejo batiscafo al fondo del mar, justo donde descansaba el pecio. Removimos con un  palo el lodo buscando algún resto del barco para vender en el mercadillo. Encontré un zapato de tacón, un paquete de tabaco rubio y piezas sueltas de una, otrora, magnífica vajilla.

Con cuidado, cogí una taza que conservaba el asa intacta y la miré del revés,
por la base. No distinguía bien si ponía "La Cartuja de Sevilla" o si tenía dibujada en un holograma espectral, la cara de una china de porcelana. Arañé con la uña  parte de la costra de  lapas y chirlas, y vi que tenía escrito, en  elegantes letras de vivísimos rojos y amarillos "Marca España".
    


                                          




4 comentarios:

  1. Muy buen relato, o más bien crónica profético-literaria de nuestro Titanic "Marca España"...solo falta nuestro Leo Dicaprio particular: el portero de Caiga quien Caiga diciendo "un poquito de por favor!!!"

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  2. Respuestas
    1. Me encanta esa imagen que me regalas. Lo malo es que debo ser de los tres o cuatro españoles que no ha visto la película y no coloco bien a Emilio en la proa con los brazos abiertos y sin fregona.

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  3. ¡Fantástico! ¡Qué bien lo cuentas!

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